77: Hogar, dulce hogar.
Mi tiempo de recuperación fue horrible. Cada movimiento me recordaba el dolor que acababa de atravesar, y mi cuerpo aún se sentía débil, torpe… roto. Pero tener a mis hijos conmigo era una sensación que no cambiaba por nada en el mundo.
Sostenerlos entre mis brazos y observarlos con detenimiento era casi hipnótico.
Enzo tenía un pequeño lunar sobre el labio, un detalle mínimo que me parecía perfecto. Además, su expresión… esa mueca diminuta que se formaba cuando algo lo incomodaba, era tan parecida a la de… él, que por un instante se me apretó el pecho.
Luca, en cambio, se veía más sereno. No lloraba mucho; parecía observar el mundo en silencio, como si lo analizara todo desde su cuna. Me hizo reír la diferencia tan marcada entre ambos: dos hermanos, iguales en esencia, pero tan distintos desde el primer día.
—¿Tienes hambre? —preguntó Mirko acercándose a la cama.
Yo tenía a Enzo en brazos, dándole el pecho, así que negué con la cabeza. La verdad era que me moría de hambre, pero mis h