103: Aunque me cueste la vida.
El ambiente en aquel lugar se hacía cada vez más asfixiante. Era increíble cómo ese sitio tenía la habilidad de sacar lo peor de una. El aire olía a sudor, a perfume barato y a miedo. Todo era una mezcla que se pegaba a la piel y se metía en los pulmones, como si el mismo aire se negara a salir.
Sentí un mareo repentino y tuve que sostenerme de una silla. Las luces parpadeaban sobre nuestras cabezas, lanzando sombras que parecían reírse de nuestra miseria. Una de las chicas, de rostro dulce y mirada apagada, se acercó a mí con cautela. Me observó un instante, con lástima, como si ya supiera que no duraría mucho en pie.
—¿Estás bien? —me preguntó en voz baja, mirando de un lado a otro, temerosa de que el cerdo que nos tenía ahí como mercancía la escuchara.
—Me siento muy mal… necesito sentarme —le dije, apenas sosteniendo el hilo de voz.
El lugar daba vueltas, y el dolor en las costillas se intensificaba con cada respiración.
—Si te sientas, te van a castigar —susurró ella, con los ojo