Mundo ficciónIniciar sesión—Y tú pareces… peligroso.
—¿Eso te asusta?
—Un poco. Pero me asusta más no saber si es verdad o solo un encanto barato.
—¿Qué tal si me das unos minutos más para descubrirlo?
Francine tomó otra uva.
—Prefiero mantener el misterio.
—Yo prefiero romperlo, pedazo por pedazo.
Ella rió, esta vez de verdad. Pero aún mantenía la guardia alta.
—Estás demasiado convencido de que vas a conseguir algo conmigo esta noche.
—No estoy intentando conseguir nada. Solo disfruto el privilegio de estar en una habitación, a solas, con la mujer más interesante de mi baile.
Ella arqueó una ceja.
—Qué discurso más trillado. ¿Con cuántas ya usaste ese?
—No suelo dar discursos a nadie.
—Claro. Eres el anfitrión enigmático, ese que lo observa todo desde lo alto de la escalera.
—Hasta que cierta mujer de vestido escarlata decidió cruzar mi salón.
Francine se sentó en la cama, apoyó el codo sobre la pierna cruzada, dejando ver aún más la abertura del vestido, y lo miró por detrás de la máscara.
—¿Eres siempre así? Encantador. Rico. Peligroso. ¿Y con un ego del tamaño de esta mansión?
Dorian sonrió.
—Solo cuando alguien lo vale.
Por un instante, la habitación quedó en silencio.
Francine mordió otra uva. Se recostó en el cabecero, los ojos aún fijos en él.
—¿Y si quiero irme?
—La puerta está ahí.
Lo dijo con calma. Como si intentara esconder que no quería que ella se fuera.
Francine se levantó despacio, enderezó el cuerpo con elegancia y caminó hasta la puerta como quien cruza una pasarela: lenta, firme, dueña de sí.
Dorian la siguió con la mirada. La frustración creciendo como una niebla silenciosa a su alrededor.
Ella llegó hasta la puerta. Puso la mano en el picaporte.
Él ya se preparaba para ver ese vestido escarlata desaparecer por el pasillo…
Pero entonces escuchó el sonido seco del cerrojo.
Clac.
Ella había cerrado la puerta. Por dentro.
Francine giró el rostro por encima del hombro, la máscara aún en su lugar.
—Ya que lo que pasa en el baile, se queda en el baile… creo que puedo quedarme un poco más.
Dorian se levantó. Despacio. Como quien entra en terreno sagrado.
—¿Solo un poco más?
—No te emociones, anfitrión. Aún no soy tuya.
—Aún —repitió él, saboreando la palabra.
Ella caminó hacia él, ahora sin miedo. O quizá con miedo y todo, pero avanzando igual.
Se detuvo justo frente a él. Levantó el rostro, pero mantuvo la máscara.
—¿De verdad vas a aceptar bailar con una desconocida hasta el final de la noche?
Él sonrió.
—Te diré un secreto. Es la primera vez que la noche vale la pena.
Francine no respondió de inmediato. Pero su mirada se suavizó por un segundo —casi imperceptible— antes de volver a armarse con su sarcasmo habitual.
Dorian sacó el celular del bolsillo del saco y deslizó el dedo por la pantalla.
—¿Puedo robarte otro baile?
—Siempre y cuando no pises mi pie. Este vestido no viene con seguro médico incluido.
Una música suave comenzó a sonar. Jazz lento, envolvente.
Él extendió la mano. Ella dudó dos segundos… y luego la aceptó.
Los cuerpos se acoplaron con familiaridad, como si fuera el centésimo baile, y no el segundo.
Los pasos eran cortos, casi imperceptibles, solo para mantener el movimiento.
Francine evitaba sus ojos. Como si mirarlo fuera perder una batalla silenciosa.
—Estás demasiado suelto para alguien conocido por ser extremadamente rígido con todo. ¿Estás perdiendo el control, señor anfitrión?
—Digamos que alguien me está quitando el control.
Ella sonrió, giró el rostro a un lado, fingiendo que eso no la había afectado. Pero la había afectado.
Y entonces… el tropiezo.
Quizás fue el tacón abandonado. Quizás la distracción.
El hecho es que perdió el equilibrio por un segundo —y Dorian la sostuvo con firmeza, la mano en la cintura, el cuerpo pegado al suyo.
Ella quedó allí, suspendida por él, el rostro a centímetros.
—Escena de cine cliché —susurró, sin resistirse al sarcasmo.
—La diferencia es que aquí, el guion es nuestro.
Dorian finalmente la besó. Nada suave. Nada contenido. El tipo de beso que no pide permiso, pero deja espacio para que el otro lo acepte.
Y ella lo aceptó. Al principio con control. Con límites. Pero con cada toque, con cada gesto, él iba tirando una hebra más del autocontrol de ella.
Fue ella quien rompió el beso primero, jadeante.
—Besas como si fueras bueno en otras cosas también.
Él sonrió, provocador.
—¿Quieres comprobarlo?
—¿Eres siempre así? ¿O solo te vuelves insoportablemente engreído cuando la mujer está desarmada?
Él avanzó, el toque firme en su cintura.
—Solo cuando finge que todavía tiene armas.
Francine le sujetó la muñeca, firme.
—¿Y si decido retroceder?
—Paro. Pero veo que no quieres retroceder.
Ella mordió su labio, molesta por su precisión.
—Odio a los hombres que creen saberlo todo.
—Y yo adoro a las mujeres que me desafían a demostrarlo.
Sus manos subieron por la espalda de ella. La piel se erizó bajo la tela del vestido.
Francine soltó un suspiro involuntario. Intentó recuperar el aire con sarcasmo.
—No te ilusiones. Es el alcohol hablando.
—Curioso… yo diría que eres tú, por fin, dejando de pelear contra lo que ya deseas.
Francine lo tomó por la corbata, con una sonrisa peligrosamente tentadora.
—Si te dejo, vas a creerte irresistible.
—No. Voy a mostrarte que lo soy.
Y cuando él la apoyó contra la pared, ella no dijo nada más.
Ni falta que hacía.
—Debería irme —susurró, los labios pegados a los de él.
—Pero no lo harás —respondió él, con voz baja y ronca.







