Richard se estacionó frente a la casa y apagó el motor. Por un momento, se quedó mirándome, con esa expresión que me hacía olvidar cómo respirar.
—Debo ir a la empresa —dijo al fin, con voz baja, casi como si no quisiera hacerlo—. Pero estaré en casa temprano, lo prometo.
Asentí sin decir nada, intentando disimular la punzada de vacío que me provocaba que tuviera que irse. Me acompañó hasta la puerta y, antes de que pudiera reaccionar, me tomó suavemente del rostro y me besó. Fue un beso lento, cálido, de esos que se sienten en todo el cuerpo. Me quedé quieta cuando se apartó, como si aún lo sintiera allí.
Lo vi caminar hacia el coche, abrir la puerta y despedirse con una sonrisa que, sin querer, me robó otra. El rugido del motor se mezcló con el sonido metálico de los portones cerrándose detrás de él. Y de pronto, todo quedó en silencio.
Respiré hondo antes de entrar. Apenas crucé la puerta, escuché voces procedentes de la cocina. Me acerqué y, al doblar la esquina, me encontré c