La habitación olía a desinfectante y a eucalipto. Afuera llovía, pero adentro, la luz era suave, casi cómplice.
Álvaro estaba despierto, recostado, leyendo los mensajes que su equipo de trabajo le había dejado. Ninguno urgente.
Entonces golpearon la puerta.
—¿Se puede? —dijo la voz que él ya reconocía sin necesidad de ver.
Lorena entró con un termo de café y una bolsa con galletas caseras. No llevaba maquillaje. Solo su voz dulce y su gesto sereno.
—No sabía si te gustaban de avena —dijo, dejándolas sobre la mesa—. Pero si no, me las como yo.
Álvaro sonrió, genuino.
—¿Viniste a rescatarme del aburrimiento?
—Vine a agradecerte por confiar en mí. Y… a decirte que cuando uno se cae, a veces no necesita que lo levanten, solo que alguien se siente a su lado un rato. Gracias por dejarme estar.
La habitación se llenó de ese tipo de silencio que no incomoda, que sostiene.
Hablaron de todo y de nada. Del futuro incierto de la empresa. De la vida simple. De las ganas de volver a respirar sin mi