La ciudad de Miami hervía en humedad, pero Lorena no sudaba. Ni una gota. Como si su cuerpo estuviera entrenado para soportar el calor igual que las mentiras: sin delatarse.
Entró al lobby del hotel con paso firme. Llevaba un vestido blanco, limpio, ceñido, con un bolso que parecía más liviano de lo que realmente era. Subió al ascensor sin mirar a nadie. Piso 11. Habitación 1108.
Antes de tocar la puerta, miró a ambos lados del pasillo. No por miedo. Por costumbre. Esa costumbre que no se aprende en las universidades ni en las pasantías de empresas tecnológicas, sino en las calles de Centro Habana, donde los secretos se compran al mismo precio que el pan.
Tocó tres veces. Pausa. Dos más.
La puerta se abrió sin sonido. Dentro, el aire olía a whisky barato, a cigarro viejo… y a pasado.
—Llegaste tarde —dijo una voz ronca desde la penumbra.
—Llegué. Y eso es lo que importa.
Pablo estaba sentado junto a la ventana, con la camisa abierta y una botella en la mano. No era el mismo que Julia