Hay silencios que protegen.
Otros que castigan.
Pero los más peligrosos son los que se heredan,
como cicatrices invisibles que nadie se atreve a nombrar.
Álvaro
El hipódromo no aparecía en sus declaraciones. Ni el whisky escondido en el compartimento secreto del escritorio, ni las tardes enteras en aquel bar donde nadie preguntaba si eras CEO o ex marido.
Álvaro tenía el rostro de un hombre exitoso. Tenía los zapatos caros, el discurso fluido, la casa con sensores inteligentes. Pero también tenía una adicción bien vestida: a las apuestas, al riesgo, a perder para sentir algo.
No hablaba de eso. Nunca lo había hecho. Ni con Julia, ni con sus socios. Su silencio era un escudo: si nadie sabía, nadie podía usarlo en su contra.
Pero cada noche, al mirar la pantalla del celular con la app del hipódromo abierta, recordaba la voz de su padre diciéndole: «el silencio es de los hombres inteligentes». Y él, desde entonces, solo hablaba lo justo. Y callaba todo lo demás.
Julia
Había aprendido a s