Un silencio total se apoderó del pasillo.
Ricardo miró las heridas de César y habló:
—Ve a que te revisen primero, nosotros nos quedamos esperando.
César estaba bañado en sudor y mugre, con la ropa manchada de sangre, sobre todo en la espalda, donde parecía tener la herida más fea.
No se movió ni abrió la boca, seguía determinado en quedarse ahí hasta que Perla saliera. No pensaba irse hasta asegurarse de que ella estuviera bien.
Al ver eso, Ricardo empezó a ponerse inquieto.
—Si Perla despierta y te ve así, se va a preocupar aún más. Ella no querría ver al que la salvó todo hecho pedazos. ¡Ah, rayos!
De pronto, gritó de dolor.
Era Marina.
Le estaba apretando el costado con ambas manos, dándole vueltas.
Con voz baja, pero cargada de enojo, le susurró al oído:
—¡Mi hermana no se va a preocupar por él! ¿Solo sabes decir bobadas? ¡Si no sabes hablar, mejor quédate en silencio! ¡Se lo tiene bien merecido por imbécil!
Aunque lo dijo en voz baja, estaban tan cerca que todos la oyeron clarito