El fin de semana pasó sin pena ni gloria.
Él por su lado. Yo por el mío. Nos topamos un par de veces en la casa de la playa, pero apenas nos dirigimos la palabra.
Yo pasé la mayoría del tiempo en la arena, leyendo o hablando con los chicos por celular.
¿Él? No sé… y la verdad, tampoco me interesa.
Cuando llegó el momento de regresar, lo vi cargando las últimas maletas. Subí al auto sin decir nada.
En el trayecto, lo veo perdido en su teléfono.
Yo hice lo mismo. Gracias a Dios, el camino fue corto.
La casa es enorme, lujosa, casi irreal.
Un jardín extenso, seis habitaciones, gimnasio, sauna, siete baños, una cocina abierta de ensueño, dos salas, piscina y un lago privado visible desde algunos ventanales.
Sí… un sueño.
Lástima que no la siento como un hogar.
Mis padres la compraron ya amueblada. Yo no cambié nada. Así quedó.
Elegí una habitación en el segundo piso, con un ventanal que da justo al lago.
Luz natural todo el día.
La vista es perfecta para los amaneceres… o para cuando vuel