La Nochebuena llegó a Nueva York con un brillo helado en las calles y una punzada de soledad en mi pecho. Mientras me arreglaba para ir a casa de Elena, la imagen de la Navidad pasada me asaltó: yo, acurrucada en mi sofá, con la pantalla del móvil iluminando mi rostro mientras hablaba con mi familia al otro lado de la pantalla. Las lágrimas habían sido mi silenciosa banda sonora. Este año, al menos, habría voces cálidas y el aroma familiar de la Navidad venezolana.
Llamé a mis papás y a mi hermano temprano.
—¡Feliz Navidad, mi niña! ¿Cómo está la Gran Manzana? —preguntó mi mamá, con su voz siempre llena de cariño.
—Feliz Navidad, ma! Aquí todo nevado y con mucho espíritu navideño —mentí piadosamente, omitiendo la punzada de nostalgia—. Les envié sus regalos con Ricardo, ¿les llegaron bien?
—Sí, mi amor, todo perfecto. ¡Gracias! Tu padre esta chocho con su bufanda. Te extrañamos mucho, hijita.
—Y yo a ustedes, ma! Muchísimo —mi voz se quebró un poco—. Ojalá pudiera estar ahí para el ab