El sol aún no había tocado los tejados del pueblo cuando Isabel abrió los ojos. La habitación estaba en penumbra, pero no era la oscuridad lo que la retenía en la cama, sino un peso más denso, interno. No había dormido bien. Otra vez.
No sabía si era el calor, los sueños o simplemente esa sensación constante de estar fuera de lugar, como si su cuerpo habitara una historia que no le pertenecía del todo.
Se levantó despacio. Caminó hasta el pequeño escritorio junto a la ventana. Afuera, los primeros sonidos del pueblo: una bicicleta pasando, el arrullo lejano de una paloma, el mar respirando en la distancia. Abrió su cuaderno de tapas gastadas, ese que apenas había usado desde su llegada, y arrancó una hoja sin pensar.
Tomó el bolígrafo con los dedos aún fríos y comenzó a escribir. No a Theo. No a Javier. A ella.