El silencio que reinaba en la habitación era tan denso que Elena podía escuchar el latido de su propio corazón. Frente a ella, Adrián permanecía inmóvil, con la mirada fija en algún punto indefinido más allá de la ventana. La luz del atardecer dibujaba sombras alargadas sobre su rostro, acentuando los ángulos afilados de sus pómulos y la tensión en su mandíbula.
—¿Cuánto tiempo más vamos a seguir así? —preguntó Elena finalmente, su voz apenas un susurro que cortó el aire como una navaja.
Adrián se volvió hacia ella lentamente, sus ojos oscuros estudiándola con esa intensidad que siempre la hacía sentir desnuda, expuesta.
—¿Así cómo, Elena?
Algo se quebró dentro de ella. Todas las palabras no dichas, los miedos acumulados, las dudas que la habían estado carcomiendo durante semanas se precipitaron hacia la superficie como un torrente imparable.
—¡Así! —exclamó, levantándose bruscamente del sillón—. Fingiendo que todo está bien cuando ambos sabemos que no es así. Pretendiendo que no veo