La verdad es como un animal escurridizo. Puedes sentir su presencia, percibir su aroma en el aire, pero cuando intentas atraparlo, se desvanece entre las sombras. Así me sentía yo, como una cazadora sin armas, persiguiendo una verdad que se me escapaba entre los dedos.
Esa mañana, mientras Adrián asistía a una reunión de negocios, me encontré sola en aquella mansión que, a pesar de ser mi hogar, seguía pareciéndome un laberinto de secretos. Las paredes guardaban silencio, pero yo sabía que escondían historias que mi esposo no quería que conociera.
Me senté frente a su escritorio, contemplando la madera pulida que reflejaba mi rostro distorsionado. ¿Quién era realmente la mujer que me devolvía la mirada? ¿La esposa sumisa que fingía no ver las manchas de sangre en las camisas que desaparecían misteriosamente? ¿O alguien más valiente, dispuesta a enfrentar la verdad aunque doliera?
Con dedos temblorosos, abrí el primer cajón. Documentos organizados meticulosamente, como cabía esperar de