El amanecer se filtró por las cortinas como un intruso, iluminando la habitación que compartía con Adrián. Él ya no estaba a mi lado. La cama, fría en su mitad, me recordaba que llevábamos tres días evitándonos como si fuéramos fantasmas habitando la misma casa.
Me incorporé lentamente, sintiendo el peso de lo no dicho sobre mis hombros. Desde aquella noche en que descubrí su verdadera naturaleza, algo había cambiado entre nosotros. No era solo miedo lo que sentía; era una mezcla perturbadora de terror y fascinación que me mantenía en vilo.
Bajé a la cocina envuelta en mi bata de seda. Adrián estaba allí, de espaldas a mí, preparando café. Su camisa blanca, impecablemente planchada, contrastaba con el negro de su pantalón. Siempre tan perfecto, tan controlado. Tan letal.
—Buenos días —murmuré, y mi voz sonó extraña en el silencio de la mañana.
Él apenas giró la cabeza, un movimiento casi imperceptible que confirmaba que había registrado mi presencia.
—Hay café recién hecho —respondió,