No sabría decir en qué momento exacto empezó. Tal vez fue después del mensaje anónimo, o quizás desde antes, pero no había querido verlo. Lo cierto es que algo cambió. Lo sentía en la piel, en la forma en que el aire se volvía más denso al caminar por los pasillos, en cómo algunas conversaciones se detenían bruscamente cuando pasaba, en la sensación insoportable de tener siempre una mirada clavada en la nuca.
Empezó con detalles pequeños. Un cuaderno desaparecido, luego reaparecido en mi mochila con las hojas arrancadas. Comentarios sarcásticos en redes sociales desde perfiles sin foto, con nombres absurdos: Observadora2025, SilencioRojo, MírateBien. Cosas así. Cosas que cualquiera podría considerar una broma de mal gusto, pero que yo sabía que no lo eran.
No después del mensaje.
“Sabemos que estás husmeando. Aléjate de Enzo o te vas a arrepentir.”
Lo había leído más de veinte veces desde aquella noche. Lo borré. Luego me arrepentí de borrarlo. No se lo conté a mamá porque sabía que lo primero que haría sería prohibirme hablar con Enzo, o peor, revisar el expediente y descubrir que lo había abierto. No se lo conté a nadie. Me lo tragué, como tantas otras cosas.
Pero el silencio no hizo que parara.
Al contrario.
El martes, mientras desayunaba, revisé mi celular y noté algo raro. Mi sesión de I*******m estaba cerrada. Intenté entrar. Contraseña incorrecta. Probé con la opción de recuperar cuenta. El correo vinculado ya no era el mío.
Tuve un mal presentimiento.
Me temblaban las manos mientras entraba desde el portátil de casa. Y ahí estaba.
Mi perfil abierto.
Solo que no era mío.
O ya no me pertenecía.
La foto de perfil seguía siendo la misma, pero las publicaciones habían cambiado. Todo lo que yo había subido en los últimos meses había desaparecido, y en su lugar, una sola imagen ocupaba todo el feed: la foto de mi padre. Esposado. Rodeado de policías. Los ojos rojos, como si acabara de llorar. Y debajo, un solo mensaje:
“De tal palo, tal astilla.”
Sentí que me faltaba el aire.
Esa foto era de hace años. Muy pocos la conocían. Había estado guardada en un archivo policial cerrado cuando lo arrestaron por corrupción. Mamá la destruyó después del juicio, o eso creí. ¿Cómo habían conseguido esa imagen? ¿Y por qué ponerla justo ahora?
Desconecté el portátil de golpe. No me importaba si lo rompía. Subí a mi habitación y cerré la puerta con llave. Lloré. No de tristeza, sino de rabia. Porque lo que estaba pasando ya no se trataba solo de Enzo. Era contra mí. Contra mi familia. Contra algo que ni siquiera entendía del todo.
Y entonces, como si el universo me hubiera estado espiando, mi celular volvió a sonar.
Mensaje nuevo.
Número oculto.
“Vas a saber lo que se siente cuando te miran como si fueras basura. Esto recién empieza.”
Falté a clase ese día. No tenía el valor de salir de casa. Inventé que tenía fiebre, aunque mamá sospechó. Me miró raro, pero no dijo nada. A veces su forma de protegerme era precisamente esa: fingir que no se da cuenta. El miércoles, sin embargo, no podía postergar más. Si faltaba de nuevo, llamaban a casa.
Así que fui.
Con una piedra en el estómago y los ojos hinchados por no dormir.
Nada más llegar, lo noté. Las miradas, los susurros. Uno de los chicos de tercero me empujó “accidentalmente” en el pasillo. Alguien escribió “Hija de rata” con marcador en mi silla. La profesora de historia fingió no verlo.
Y Enzo… él no estaba.
Pasé todo el día sin verlo. Ni en clases, ni en el patio, ni al salir. Casi sentí alivio. Casi.
Hasta que llegué al casillero.
Tenía que sacar el libro de biología para repasar antes del examen. Ya era tarde, el pasillo estaba casi vacío. Cuando abrí la puerta metálica, algo cayó al suelo con un golpe sordo.
Primero vi el papel.
Luego el líquido rojo.
Mi mente tardó un segundo en entender que no era sangre real… pero el impacto fue igual de brutal.
La hoja, arrugada y manchada, decía:
“ESTO ES SOLO EL COMIENZO.”
Lo dejé caer. Retrocedí un paso. Todo mi cuerpo temblaba.
Las carpetas estaban rotas. Mis libros cortados, como si los hubieran destripado con una navaja. Había fotos mías —recortes de mis propias redes— pintarrajeadas con cruces negras. Una tenía una X en mi frente. Otra, una soga dibujada en mi cuello.
Y en el fondo del casillero, un muñeco de trapo, como un vudú improvisado, con mi nombre escrito en el pecho.
—Dana…
Me giré sobresaltada.
Enzo estaba ahí.
Su rostro era una máscara de tensión. Llevaba la capucha puesta, como siempre, pero esta vez sus ojos no parecían indiferentes. Estaban fijos en el interior del casillero. En todo lo que alguien había puesto ahí.
—¿Qué… qué es esto? —balbuceé.
Él no contestó. Dio un paso más y se agachó para recoger la nota. La leyó. La arrugó. Luego me miró.
—¿Desde cuándo te están jodiendo así?
—Desde que abrí esa carpeta —susurré.
Silencio.
Me miró como si intentara entender hasta qué punto estaba metida.
—¿Quién tiene acceso a esto?
—No lo sé. No había nadie cerca.
—¿Cámaras?
—Hay una justo ahí —señalé el techo—, pero dudo que haya grabado algo.
Él levantó la vista. Su expresión se volvió más sombría.
—Claro que no. Cuando pasa algo importante, las cámaras mágicamente fallan. Qué casualidad.
—¿Tú crees que esto es por lo que descubrí de tu caso?
Enzo no respondió de inmediato. Se apoyó contra los casilleros, con los brazos cruzados. Estaba más pálido de lo normal. Como si ver esa escena también lo hubiera golpeado.
—Esto no es culpa tuya… —dijo, por fin—. Pero tampoco mía.
No supe cómo interpretar eso. Solo sentí que por primera vez, no estaba sola.
Me dejé caer al suelo, con la espalda contra la pared. Tenía los ojos vidriosos, pero no quería llorar delante de él.
—¿Qué quieren de mí?
—Silencio.
Me miró con seriedad.
—Quieren que te calles. Que dejes de hacer preguntas. Que no te acerques más a mí.
—¿Y tú? ¿También quieres eso?
Él dudó.
Luego negó con la cabeza.
—Quiero que te cuides. Y que dejes de jugar a detective sola.
—Entonces ayúdame.
—¿Cómo?
—Trabajemos juntos. En silencio. Sin más dramas.
Lo pensé bien antes de decirlo. Sabía que me estaba metiendo en algo jodido. Pero ya era tarde para dar marcha atrás. Él lo supo también. Porque me miró con una mezcla de resignación y respeto.
—De acuerdo —aceptó—. Pero si algo más pasa, lo sabré primero yo. No tu madre. No tus amigas. Yo.
Asentí.
Una tregua.
Eso era lo que necesitábamos.
Antes de irnos, me acerqué de nuevo al casillero para cerrar la puerta. No quería que nadie más viera lo que había dentro. Enzo se agachó, recogió el muñeco y lo guardó en el bolsillo de su chaqueta.
—¿Para qué te llevas eso?
—Porque quiero saber quién lo hizo.
—¿Tú crees que puedes descubrirlo?
Él me miró.
Y fue la primera vez que sentí que no estaba mintiendo.
—Sí.
—¿Y si no son solo estudiantes?
—No lo son.
Se giró para irse, pero antes de avanzar, se detuvo.
—Dana…
—¿Qué?
Me miró fijo.
—¿Tú crees que yo hice esto?
La pregunta me tomó por sorpresa.
—Yo…
—Dímelo.
Inspiré hondo.
—No lo sé, Enzo. Hay veces que no sé quién eres. Ni qué eres capaz de hacer.
Sus ojos se endurecieron.
—Si yo lo hubiera hecho…
Dio un paso hacia mí. La voz le salió tan baja que tuve que inclinarme para escucharlo.
—…no estarías viva para preguntarlo.
Y se fue.
Y yo me quedé ahí, sola, con el corazón bombeando tan fuerte que pensé que iba a explotar.