El despacho de mi madre siempre había sido territorio prohibido. Desde pequeña lo entendí: si la puerta estaba entornada, debía mantenerme fuera. Si estaba cerrada con llave, peor aún. A veces pasaba horas ahí dentro, hablando por teléfono en voz baja, tomando notas en su cuaderno negro, el que guardaba en la tercera gaveta con doble llave.Yo respetaba eso.Hasta hoy.No sé qué fue lo que me impulsó a entrar. Tal vez la curiosidad. O la sensación incómoda de que algo no encajaba desde que vi a Enzo Vidal por primera vez. O quizás fue esa frase que me dijo: “No te metas con lo que no entiendes.” Como si él supiera que yo, por naturaleza, no podía evitar hacerlo.El punto es que lo hice.Entré cuando mi madre salió a correr por la mañana. Usé el duplicado que encontré hace años y que jamás tuve el valor de usar. Cerré la puerta con cuidado, respiré hondo, y encendí la lámpara de escritorio. Todo estaba ordenado, limpio, impersonal. Excepto por una carpeta azul con un sello rojo.CONFID
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