Las miradas seguían siendo cuchillos. Eso no cambió al día siguiente, ni cuando caminé por los pasillos con la mochila apretada contra el pecho, ni cuando me senté en la segunda fila del aula de Historia. A decir verdad, el ambiente seguía cargado como si todos respiraran con cautela, esperando que en cualquier momento estallara algo. O alguien.
—Esa es su banca —susurró una chica pelirroja cuando me senté junto a la ventana.
—¿Perdón?
—La silla. Es de Enzo. Él siempre se sienta ahí. Te conviene cambiarte antes de que llegue.
Fruncí el ceño. No lo decía con mala intención, pero sí con ese miedo reverente que nadie termina de admitir en voz alta. Como si él fuera un dios caído al que mejor no molestar.
—No me importa —respondí con voz baja, pero firme.
La pelirroja se encogió de hombros y se giró. Yo clavé la mirada en la calle a través del vidrio y me prometí no moverme. Estaba harta de ceder, de encogerme, de adaptarme a reglas que nadie explicaba. A esas que dictaban que un chico con pulsera electrónica mandaba en un salón solo por mirar feo.
La clase comenzó con retraso. La profesora Toledo llegó con ojeras y papeles desordenados bajo el brazo. Cuarenta y cinco, gafas gruesas, y una paciencia que, por lo que noté, se le estaba acabando.
—Hoy vamos a comenzar con una actividad en parejas para el primer parcial. Un análisis histórico comparativo —anunció sin saludar—. No acepto excusas. Las parejas serán asignadas. ¿Entendido?
Un murmullo incómodo recorrió el aula. Yo apenas saqué mi cuaderno.
—Martínez con Ríos… Torres con Valdez… Moretti con…
Silencio.
Un silencio que olía a tormenta.
—Vidal.
Los susurros se hicieron zumbidos en mis oídos. Alcé la vista con lentitud y lo vi.
Entraba al aula como si le perteneciera. Alto, chaqueta negra, y esa expresión de “me importa una m****a todo” que parecía tatuada en sus facciones. Los ojos grises, otra vez vacíos, aunque ahora con un leve destello de algo más. ¿Curiosidad? ¿Fastidio?
Se detuvo justo frente a mi banca.
Yo no me moví.
Él tampoco.
Durante unos segundos, fuimos dos estatuas enfrentadas, midiendo el terreno. Sentí cómo los demás contenían la respiración, como si esperaran que él me empujara o dijera algo que me hiciera correr. Pero no.
Simplemente se sentó.
A mi lado.
En silencio.
Sin mirarme.
Pero lo sentí. Como si su energía irradiara algo denso. Magnético. Incómodo.
—¿Sabes que no quiero hacer esto, verdad? —dijo sin girarse, con voz baja, ronca, casi gutural.
—Lo imagino, pero tampoco es como si yo lo hubiera planeado —respondí.
Me arriesgué a mirarlo de reojo. La cicatriz en su ceja parecía más profunda desde tan cerca. La pulsera negra brillaba apenas bajo el borde de su pantalón.
—Podrías pedir que te cambien. No me gustan las distracciones.
—Yo tampoco soy muy fan del drama. Pero aquí estamos.
Sus labios se curvaron apenas. No una sonrisa. Más bien, una mueca.
—Tienes agallas, princesa.
—Y tú tienes fama. Supongo que empata.
Me miró entonces. Directo. Como si escarbara dentro de mi mente buscando mentiras. No encontré rastro de esa supuesta furia que todos decían que lo dominaba. Solo había una calma tensa, una espera. Como si él siempre estuviera a punto de estallar, pero decidiera no hacerlo. Por ahora.
—No te acerques demasiado —advirtió—. Ya bastante jodida está tu vida como para agregarme a tu historial.
La clase continuó. Nos dieron las pautas del trabajo: elegir un conflicto histórico, compararlo con una situación actual y presentarlo en una exposición oral. Simple. Pero con Enzo como compañero, nada lo sería.
—Podemos hacerlo sobre la Revolución Francesa —dije mientras guardaba mis cosas.
—¿Y qué tiene que ver con el presente?
—¿Nunca has visto redes sociales? Es lo más cercano a una guillotina moderna.
Por un segundo, Enzo pareció a punto de reírse. Pero no lo hizo. Solo murmuró:
—Haz lo que quieras. No pienso hablar en la exposición. No me interesa quedar bien.
—No es por quedar bien. Es por aprobar.
—¿Y tú crees que me importa eso?
Lo miré.
—Debería.
Silencio otra vez.
—Nos vemos mañana —dije al levantarme, pero él me detuvo con una frase, sin levantar la voz:
—No empieces algo que no estás dispuesta a terminar.
Me giré lentamente.
—¿Y tú qué sabes de mí?
—Suficiente —dijo sin más, hundiéndose en su silla como si el mundo no mereciera su atención.
Esa noche no pude dormir. Me pasé horas navegando en la red, buscando su nombre. “Enzo Vidal.” El buscador lo completaba solo. Había fotos borrosas, artículos amarillistas, rumores. “Golpeó a otro estudiante con una barra de hierro.” “Expulsado de dos institutos.” “Madre desaparecida. Padre en prisión.” Pero no había detalles. Solo titulares sensacionalistas. Nada concreto.
Lo único cierto era la pulsera en su tobillo. De seguimiento. Causada por una condena judicial que, aparentemente, nadie quería discutir abiertamente.
Leí un párrafo tres veces. Decía que el chico al que agredió estaba en coma, pero también hablaba de una pelea entre bandas, de provocaciones. Nada cuadraba del todo.
Lo cerré todo con un clic y me fui a dormir con más preguntas que respuestas.
El tercer día fue peor.
Toledo nos pidió que comenzáramos a trazar las ideas del trabajo frente al grupo. Los demás hablaban de guerras, de política, de feminismo. Yo escribía mientras Enzo hacía dibujos en los márgenes de la hoja. Una calavera. Un puño cerrado. Una corona rota.
—¿Vas a ayudar o vas a jugar a ser Banksy? —solté sin mirarlo.
—No me gusta tu tono.
—Pues es el que tengo. Lidiá con eso.
—Podrías intentar no ser tan imbécil.
—Y tú podrías intentar no actuar como si el mundo te debiera algo.
Silencio. Pero esta vez era más tenso. Más espeso.
Y entonces, Toledo dijo las palabras que lo encendieron todo:
—Moretti, Vidal. Expliquen su propuesta al resto.
Yo me levanté. Enzo no.
—¿Te vas a quedar sentado?
—Sí.
—¿Y el trabajo?
—Hazlo tú. Seguro eres buena explicando cosas que no entiendes.
—¿Qué te pasa? ¿Por qué tienes esa necesidad de actuar como si fueras el único que sufre?
Él se levantó de golpe.
La silla cayó al suelo.
El salón entero se congeló.
Su voz fue un trueno.
—¡Tú no tienes idea de con quién estás hablando!
Toledo intervino enseguida.
—¡Suficiente! Vidal, sal del aula.
Pero él no se movió.
Solo me miraba. Esa mirada que me taladraba el alma.
No grité. No lloré. No me encogí.
Lo miré de vuelta.
Desafiándolo.
Porque sí, me temblaban las piernas, pero no pensaba darle el gusto.
Toledo alzó la voz otra vez, y esta vez él obedeció. Caminó hacia la puerta con pasos lentos, y justo antes de salir, se giró.
Caminó hacia mí. Directo. Firme. El salón seguía en silencio, como si todos se hubieran quedado sin aire.
Se acercó tanto que sentí su respiración en mi oído.
Y susurró:
—Mejor no te acostumbres a mi presencia, Moretti. No pienso quedarme mucho.
Y se fue.
La clase siguió como si nada, pero yo ya no estaba allí.
Una parte de mí, de esas que había enterrado cuando mi padre fue arrestado y el mundo se volvió gris, acababa de despertar.
Enzo Vidal no era solo el chico peligroso.
Era una bomba con cuenta regresiva.
Y yo, sin querer, había encendido el detonador.