El olor a cartón mojado todavía flotaba en la casa cuando mamá cerró la puerta con un suspiro tan largo que me dieron ganas de volver a empacar. Otra ciudad. Otro intento de comenzar desde cero. Otra mentira que cargar a cuestas.
—¿Quieres ayuda para deshacer tus maletas? —preguntó, con esa voz suave que usaba cada vez que intentaba no parecer rota.
Negué con la cabeza mientras me subía el moño en lo alto del cráneo. Mis uñas seguían sucias de polvo y mis jeans llevaban la marca del sofá viejo que habíamos arrastrado escaleras arriba. Todo en esa casa olía a transición.
—Voy a salir a caminar un rato —dije sin esperar respuesta.
Caminé sin rumbo por las calles del barrio residencial, con casas gemelas, setos recortados a la perfección y perros demasiado bien educados. Todo era... demasiado. Demasiado limpio. Demasiado ajeno. Demasiado lejos de lo que había sido mi vida hasta hace unos meses.
Cuando papá fue arrestado, todo se desmoronó en cámara lenta. Primero, los titulares. Después, los cuchicheos en la escuela. Finalmente, la vergüenza. Una cadena de destrucción que terminó con nosotras dos huyendo de la ciudad, dejando atrás lo poco que quedaba de nuestro apellido.
Y ahora estaba aquí. En Northside. El instituto número tres en mi historial de secundaria. El mismo donde había prometido no llamar la atención. Ni hablar de mi pasado. Ni confiar en nadie.
A la mañana siguiente, frente al espejo, me obligué a sonreír. Rostro neutro. Maquillaje ligero. El uniforme del instituto nuevo consistía en una falda escocesa que me parecía ridícula y una chaqueta con bordes dorados que olía a ropa prestada.
—No es el fin del mundo —me dije—. Solo sobrevive. Solo pasa desapercibida.
El portón de Northside era una monstruosidad gris con letras doradas que gritaban “tradición” y “prestigio” como si no supieran que la mayoría de los que entrábamos ahí solo queríamos sobrevivir la adolescencia.
Apenas crucé el umbral, lo sentí: las miradas. No necesitaba que nadie hablara para entender que ya sabían quién era.
—¿Eres Dana Moretti? —me abordó una chica de cabello lacio hasta la cintura, vestida como si fuera a una pasarela y no al instituto—. Soy Bianca. Bienvenida a Northside.
Sonreí, aunque algo en su tono me recordó más a una sentencia que a una bienvenida.
—Gracias… —respondí, incómoda.
Bianca me analizó con la mirada, de arriba a abajo.
—¿Sabes? No pensé que alguien con tu apellido fuera tan… normal. Supongo que las noticias exageran.
"Las noticias", claro. Aunque la llamaran “corrupción judicial” o “tráfico de influencias”, lo cierto es que habían arrestado a mi padre como si fuera el villano de una serie policial. Y ahora, todo eso venía conmigo. Pegado a la espalda como una etiqueta imposible de quitar.
—En realidad, soy bastante aburrida —bromeé, aunque mi voz sonó más tensa de lo que pretendía.
Bianca rió, pero no con simpatía. Era ese tipo de risa que no suena en la garganta, sino en la garganta de otro.
—Tienes suerte de haber llegado este semestre. La mayoría ya se ha acomodado, pero siempre hay espacio para una nueva historia… Digo, una nueva amiga.
Antes de que pudiera decir nada más, un chico se acercó por detrás, alto, rubio y con un aire despreocupado que parecía robado de una película americana.
—Hey, ¿todo bien? —le preguntó a Bianca, y luego me miró con una sonrisa cálida—. ¿Tú debes ser la nueva?
—Dana —dije, agradeciendo internamente esa interrupción.
—Luca —respondió, extendiendo la mano—. Si necesitas algo, lo que sea, solo pregunta.
Bianca rodó los ojos, pero no dijo nada. Luca parecía uno de esos chicos que todos conocían y todos querían cerca. El tipo que jugaba fútbol, sacaba buenas notas y te saludaba por tu nombre aunque solo te hubieras cruzado una vez en el pasillo.
—Gracias —respondí, sintiéndome un poco menos alienígena.
Mientras caminábamos hacia el salón de clases, Bianca soltó de golpe:
—Pero si de verdad quieres sobrevivir aquí… hay una cosa que tienes que saber. Bueno, una persona.
—¿Una persona?
Luca suspiró como si ya conociera el discurso.
—Enzo Vidal —dijo Bianca, arrastrando las palabras como si pronunciarlas pudiera atraer mala suerte—. Es mejor que lo ignores. Es como… veneno. Nadie se mete con él. Y si lo haces, buena suerte con tu reputación.
—¿Qué hizo? —pregunté, aunque no sabía si quería escuchar la respuesta.
—Agredió a un chico con una barra de hierro el año pasado. Casi lo mata. Estuvo en detención juvenil. Ahora volvió, pero lleva una de esas pulseras… de las de monitoreo.
Tragué saliva. No porque me asustara, sino porque la forma en la que hablaban de él me sonaba familiar. A juicio sin pruebas. A condena pública. A titulares sin contexto.
—¿Y nadie sabe por qué lo hizo?
—No importa el motivo —intervino Luca—. Solo… mantente lejos. Créeme.
La cafetería era un caos ruidoso de bandejas, risas, miradas furtivas y conversaciones cruzadas. Busqué un rincón solitario, pero Bianca insistió en que me sentara con su grupo. O mejor dicho, su corte.
Intentaba no mirar demasiado a mi alrededor, cuando lo sentí.
Una presencia.
Un silencio.
Una energía que se colaba por la espalda, como si el aire se enfriara de golpe.
Giré la cabeza sin pensar.
Y ahí estaba él.
Al fondo de la sala. Apoyado contra la pared con los brazos cruzados. Camisa oscura. Vaqueros gastados. Una cicatriz le cruzaba la ceja izquierda, cortándole la expresión. No hablaba. Solo observaba. Como si todo lo demás fuera ruido.
—Enzo —susurró alguien cerca mío.
—¿Qué hace aquí tan temprano? —murmuró otra voz.
—Tal vez busca a su próxima víctima —dijo alguien con risa nerviosa.
No pude evitar mirar. Y cuando nuestros ojos se cruzaron, sentí un golpe seco en el pecho. No miedo. No atracción. Algo más primitivo. Como si acabara de tocar un cable pelado.
El tiempo pareció ralentizarse. La charla de Bianca se volvió un zumbido lejano. Todo lo que podía ver era su rostro. Esa mirada. Fría. Inmutable. Como si pudiera leer todos mis secretos y ya los hubiera juzgado.
Me giré rápido, como si quemara.
—No lo mires —dijo Bianca en voz baja—. Le gusta asustar a la gente.
Pero no parecía asustar. Más bien, parecía desconectado. Como si ya estuviera harto de todo. De todos.
Segundos después, el universo se confabuló en mi contra.
Me levanté con la bandeja en mano y, al girar en una esquina, alguien me empujó sin querer. Tropecé. El jugo voló. El pan cayó. Y mi rodilla chocó contra otra pierna.
—¡Lo siento! —me apuré a decir, agachándome.
Y cuando alcé la vista, ahí estaba.
Enzo Vidal.
Tan real y tan cercano que me faltó el aire.
Su rostro estaba a centímetros. Alto. Inmóvil. Impasible.
—Yo… —balbuceé, pero él no dijo nada.
Solo me observó. Con esos ojos grises, opacos, como un cielo nublado que prometía tormenta.
Nadie hablaba.
La cafetería entera nos observaba.
Y él… solo me sostuvo la mirada.
Un segundo.
Dos.
Tres.
Hasta que, sin decir una palabra, se apartó.
Como si yo no existiera.
Como si ya me hubiera catalogado como inofensiva.
Como si no valiera la pena ni un insulto.
Me quedé de rodillas, con el corazón latiéndome en los oídos.
La campana del último periodo fue una bendición. Guardé mis cosas con rapidez y me dirigí al casillero con la esperanza de escapar antes de que Bianca me atrapara para otro interrogatorio.
Lo abrí, aún pensando en esos ojos, en esa forma de mirarme como si yo fuera un libro que no quería leer pero que sabía cómo terminaba.
Y entonces lo vi.
Un papel doblado en cuatro.
Sin remitente.
Sin firma.
Solo una frase, escrita en marcador negro, con letra irregular:
"No hables con él si quieres sobrevivir aquí."
Sentí un escalofrío recorrerme el cuello. Miré a mi alrededor, pero nadie parecía prestarme atención. O eso quería creer.
Apreté el papel en el puño.
No sabía quién lo había dejado. No sabía si era una advertencia o una amenaza. Pero sí sabía algo:
No iba a obedecer.
Porque si había algo que había aprendido en los últimos meses, es que el silencio no protegía a nadie.
Y, de algún modo, Enzo Vidal acababa de convertirse en el misterio que no podía —ni quería— ignorar.