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El despacho de mi madre siempre había sido territorio prohibido. Desde pequeña lo entendí: si la puerta estaba entornada, debía mantenerme fuera. Si estaba cerrada con llave, peor aún. A veces pasaba horas ahí dentro, hablando por teléfono en voz baja, tomando notas en su cuaderno negro, el que guardaba en la tercera gaveta con doble llave.

Yo respetaba eso.

Hasta hoy.

No sé qué fue lo que me impulsó a entrar. Tal vez la curiosidad. O la sensación incómoda de que algo no encajaba desde que vi a Enzo Vidal por primera vez. O quizás fue esa frase que me dijo: “No te metas con lo que no entiendes.” Como si él supiera que yo, por naturaleza, no podía evitar hacerlo.

El punto es que lo hice.

Entré cuando mi madre salió a correr por la mañana. Usé el duplicado que encontré hace años y que jamás tuve el valor de usar. Cerré la puerta con cuidado, respiré hondo, y encendí la lámpara de escritorio. Todo estaba ordenado, limpio, impersonal. Excepto por una carpeta azul con un sello rojo.

CONFIDENCIAL. JUZGADO DE MENORES. EXP. 90321-V

El corazón me dio un vuelco. El apellido resaltaba como una alarma: Vidal.

Tuve que sentarme. Las manos me temblaban un poco cuando abrí el broche metálico y deslicé los primeros folios. No quería ser esa persona. No quería invadir la vida de alguien más, y menos así. Pero algo dentro de mí gritaba que debía hacerlo. Que lo que había detrás de esos ojos grises y esa furia contenida no era solo rebeldía adolescente.

El expediente comenzaba con una foto: Enzo, un año atrás, esposado, con la mirada clavada en el suelo y una camiseta gris manchada de sangre. La descripción del caso era escueta, impersonal: “Lesiones graves a un menor de edad. Agresión con objeto contundente. Víctima en estado de coma inducido. Causa abierta por violencia reiterada.”

Tragué saliva.

Pasé página.

Había declaraciones: la del director del anterior colegio, la de una vecina, incluso una de su psicólogo. Todos repetían lo mismo: chico problemático, historial de violencia, tendencia antisocial. Pero entonces, en una hoja mal escaneada, aparecía algo que me llamó la atención. Un testigo: Tomás Echeverría. “Asegura que la agresión fue en defensa propia. La víctima, Mauricio Gálvez, tenía antecedentes por acoso escolar y había amenazado a Vidal previamente.”

Volví a leer esa frase tres veces.

Luego seguí.

Había un informe policial donde se hablaba de un video que nunca se presentó, de un teléfono desaparecido, de testimonios que se contradecían. Incluso encontré un papel con una anotación a mano: “Testigo clave inubicable desde el 15/03. Causa probable: presión externa.”

Me quedé helada.

Las fechas no cuadraban. Las declaraciones parecían cortadas a medias. ¿Qué clase de juicio había sido ese? ¿Cómo es que alguien terminaba con una pulsera electrónica y todos fingían que era normal?

No me di cuenta de cuánto tiempo había pasado hasta que oí la llave en la cerradura de la entrada. Salté de la silla, metí los papeles de nuevo como pude, cerré el broche, apagué la lámpara y salí casi corriendo del despacho. Subí las escaleras sin mirar atrás y me tiré en la cama con el corazón a mil.

Me sentí una intrusa. Una traidora.

Pero también supe que lo que había leído era solo la punta del iceberg.

El lunes siguiente volví al instituto con esa carpeta fantasma martillándome la cabeza. Todo en mí era ansiedad: las palabras, las miradas, los pasos. No sabía cómo acercarme a Enzo, no después del episodio del viernes. Él había dejado claro que no quería tener nada que ver conmigo.

Pero yo no podía fingir que no había visto lo que vi.

Lo esperé a la salida de la última clase. Sabía que tomaba el pasillo lateral para evitar el tumulto. Me paré frente al casillero, fingiendo revisar mi mochila, hasta que lo vi pasar. Solo, con los audífonos puestos, como si el mundo le importara una m****a.

—Enzo.

Nada.

—Enzo, espera un segundo —repetí, un poco más fuerte.

Se detuvo. Se giró lentamente y se sacó un auricular.

—¿Qué parte de “no me hables” no entendiste?

Tragué saliva.

—Solo quiero decirte algo. Leí algo sobre tu caso.

Sus ojos cambiaron. De inmediato.

Fueron segundos.

Pero bastaron.

Sus pupilas se dilataron. Su postura se tensó. Sus labios se apretaron como una línea invisible que contenía una bomba. Caminó hacia mí, despacio, como un lobo que huele sangre.

—¿Qué dijiste? —susurró.

—Leí... Leí un informe. Hay cosas que no tienen sentido, Enzo. Testigos que desaparecieron, un video que no se presentó... No estoy diciendo que—

No terminó de dejarme hablar.

Su puño voló hacia el casillero junto a mi cara. El estruendo del golpe retumbó por el pasillo. Un par de hojas cayeron de su carpeta mientras todos los que pasaban se detenían a mirar. Yo no me moví. No podía.

—¿Estás espiando mi vida, princesa?

Su voz era tan baja que tuve que forzar el oído. Pero estaba furioso. No por lo que dije, sino por lo que implicaba. Por haber violado su secreto más profundo.

—No lo hice a propósito. Fue un expediente en el despacho de mi madre. No sabía que era tuyo hasta que vi tu nombre.

—¿Y aún así seguiste leyendo?

—Sí.

—¿Y por qué m****a lo hiciste?

—Porque no creo que seas un monstruo.

Silencio.

Uno denso. Que me envolvía la garganta como una soga.

Él bajó la cabeza. Respiraba con fuerza. Yo pensé que ahí terminaría todo. Que se iría. Pero no.

Tomó el libro más cercano del estante al lado del casillero —una enciclopedia— y lo arrojó con furia contra la pared. El golpe sonó como una explosión. Varios chicos gritaron. Otros corrieron. Yo seguí inmóvil.

Él volvió a mirarme.

Y se acercó.

Demasiado.

Su pecho rozaba el mío. Su sombra me cubría entera.

—No tenés idea de lo que estás haciendo, Moretti. Te metiste con lo que no entendés.

—Entonces explícamelo —susurré, temblando por dentro, pero sin retroceder.

—No es tan simple.

—¿Por qué no?

—Porque hay gente dispuesta a todo para callar lo que pasó.

Sus ojos.

Ahí fue cuando lo noté.

No había odio.

Había miedo.

Un miedo profundo, incrustado en sus huesos.

—¿Te amenazaron? —pregunté en voz baja.

Él no respondió. Solo me sostuvo la mirada unos segundos eternos.

Luego se giró, se pasó una mano por el pelo y murmuró:

—No te metas, Dana. No vale la pena.

Y se fue.

Esa noche fue como si el mundo se hubiera desenfocado. No podía concentrarme. No podía estudiar, ni leer, ni siquiera pensar con claridad. Sentía que algo estaba a punto de estallar, y no sabía si era Enzo, el instituto, o yo misma.

Cerca de la medianoche, me llegó un mensaje.

Número desconocido.

Sin nombre.

Solo un texto.

“Sabemos que estás husmeando. Aléjate de Enzo o te vas a arrepentir.”

Me quedé helada.

Mire el mensaje una y otra vez, sin parpadear.

Alguien sabía lo que había hecho. Alguien que no era Enzo. Alguien que no quería que se supiera la verdad. Y eso lo cambiaba todo.

Porque ahora ya no se trataba solo de un expediente. Ni de una chica curiosa.

Se trataba de algo más grande.

Y yo ya estaba demasiado metida para salir ilesa.

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