El silencio posterior a las palabras del anciano pesaba tanto que Elena sentía que apenas podía respirar. “Devuélvenos la bendición de la luna”, había dicho, como si fuera una petición simple, como si se tratara de algo que pudiera entregar con solo alargar la mano.
La joven apretó la mandíbula, su mirada fija en ese hombre que ahora confesaba ser su abuelo. Una parte de ella ardía de rabia, otra temblaba de miedo y, en el fondo, Nix se agitaba, como un eco de todo lo que la atravesaba.
—Yo no tengo ese poder —dijo al fin, su voz firme, aunque dentro de sí el corazón le golpeaba con fuerza.
El anciano la miró en silencio, con esos ojos cansados que parecían esperar mucho más de lo que ella podía dar.
—Apenas estoy empezando a entender qué significa ser una loba —continuó Elena, alzando el mentón—. Todavía no he explorado mis dones. Solo una vez… una sola… algo salió de mí. Fue como un escudo, algo que brotó de mi pecho, y me dejó inconsciente por días.
Ilai, que hasta entonces había e