Elena se levantó lentamente de la silla, aún con los ojos enrojecidos por el llanto. Margarita, frente a ella, parecía frágil y desgastada, como si cada palabra que había pronunciado le hubiera arrancado años de vida.
—Volveré… —dijo Elena con voz suave, intentando que no le temblara—. No sé cuándo, pero lo haré.
Margarita asintió, sin fuerzas para responder más que con un gesto. Sus ojos, húmedos y cargados de nostalgia, siguieron a Elena hasta la puerta. Era como si temiera que, al cruzar el umbral, aquella hija perdida se desvaneciera para siempre, tal como había ocurrido tantos años atrás.
Darian se inclinó en un gesto cortés hacia la mujer, aunque en su interior quedaba la certeza de algo más: el aroma de un lobo fuerte seguía latente allí, como un eco imposible de borrar. Sin decir nada, rodeó los hombros de Elena y la guio hacia el coche.
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De regreso a la carretera, la tarde se fue apagando hasta que la noche cubrió el cielo con un velo grisáceo y denso. Elena apoyaba la fre