El camino de regreso a la mansión Montero transcurrió en silencio. Elena, aún temblorosa, mantenía la mano entrelazada con la de Darian como si ese contacto fuera lo único que la mantenía en pie. Afuera, la ciudad pasaba como un borrón de luces y sombras, pero en el interior del vehículo, el ambiente era espeso, cargado de emociones contenidas.
Cuando al fin cruzaron los portones de la mansión, los custodios se dispersaron discretamente, dejándolos a solas. Darian no dijo nada, solo la tomó por la cintura y la condujo hasta su habitación. Cerró la puerta con un giro firme de la llave y, una vez dentro, la abrazó con una fuerza casi desesperada.
Elena sintió cómo el pecho de su esposo subía y bajaba en respiraciones agitadas, cómo su corazón latía con violencia contra su oído. Era la primera vez que lo veía de esa manera: vulnerable, casi roto.
—Pensé que te perdía —susurró él con voz ronca, apretando aún más el abrazo—. Elena, si hubieras desaparecido… no sé qué habría hecho.
Ella lev