La casa Álvarez estaba en silencio, un silencio incómodo que nunca era buena señal. Sofía caminaba por el pasillo de la segunda planta con un libro en la mano, fingiendo que leía para evadir la realidad. Sin embargo, el sonido seco de un objeto al estrellarse contra la pared en el despacho de su padre la hizo detenerse en seco.
El corazón le dio un vuelco. No era la primera vez que escuchaba ese tipo de explosiones de ira, pero algo en el tono de voz que alcanzó a oír después la dejó helada.
Se acercó con sigilo, pegando la oreja a la puerta entreabierta.
—¡Inútiles! —rugía Leo Álvarez, con la respiración agitada—. ¿Cómo que la encontraron? ¡Se suponía que la tenían bajo control!
Sofía apretó el libro contra su pecho, conteniendo el aire.
—No me importa si piensan venderla en esa red —continuó él, la voz grave y cargada de odio—. Hagan lo que quieran con ella, pero desaparezcan a esa mujer de una vez. ¡Quiero que no quede ni rastro!
Un silencio tenso reinó por unos segundos, interrump