La luz del amanecer se filtraba entre los pliegues de la manta que Miriam había colocado sobre ellos, colándose en la estancia como un suave resplandor dorado. Elena se removió entre los brazos de Darian, gimiendo apenas, como si cada músculo de su cuerpo recordara la intensidad de la noche anterior. Sus pestañas temblaron antes de abrir los ojos y lo primero que vio fue el perfil de su rey, de su lobo, mirándola en silencio, como si no se permitiera apartar los ojos de ella.
Él estaba sentado en el borde de la cama improvisada, el torso desnudo aún marcado por sus uñas, sus labios entreabiertos en una respiración lenta que trataba de mantener bajo control. En sus manos, sin embargo, la sujetaba con una delicadeza inesperada: un brazo bajo su cuello y el otro sobre su cintura, como si temiera que pudiera desvanecerse si la soltaba.
—Buenos días… —murmuró ella, con voz rasposa por el cansancio y la pasión vivida.
Él bajó la mirada y acarició suavemente su mejilla con el dorso de los de