En una habitación de hospital, Verónica se encontraba con la frente sudada, el cabello enmarañado y las manos hinchadas luego de nueve meses de embarazo. Pero, a pesar de todo eso sonreía. Sonreía como si nada doliera, porque el dolor físico no se comparaba con la felicidad que estaba sintiendo.
En sus brazos, envuelta en una manta blanca, estaba su hija recién nacida.
Se veía pequeña, sonrosada y perfecta.
Matías había insistido en que su hermanita se llamará Lucía. Le gustaba el nombre porque decía que era como “luz”, y que su mamá merecía eso. Había aceptado su propuesta sin dudarlo. Y ahora, al mirar esa diminuta vida contra su pecho, comprendía que Matías tenía razón.
Lucía era luz.
Su luz.
A los pocos minutos, la puerta se abrió revelando la figura de Rodrigo.
El padre de la criatura entró en silencio, con Matías de la mano. El niño tenía once años, pero conservaba ese brillo en la mirada que hacía imposible no amarlo. Se soltó apenas vio a su madre, y corrió hacia la cama con