Valeria seguía de pie, inmóvil, observando a las trillizas dentro del circuito de carritos chocones.
Sus pensamientos eran un caos, su mente no dejaba de reprocharle su propia debilidad. Lo irónico de todo era que, a pesar de que habían pasado los minutos, todavía sentía el efecto del aliento de Enzo en su nuca. Y tan solo eso era suficiente para hacer sus manos temblar.
¿Tan mal estaba?
¿Tan masoquista era?
Estaba a punto de regañarse a sí misma por enésima vez cuando algo inesperado apareció frente a sus ojos.
Una rosa.
Roja, brillante, fresca. Suspendida a la altura de su rostro, como si hubiera brotado de la nada.
Parpadeó un segundo, tiempo suficiente para que el corazón le diera un salto.
Giró lentamente… y entonces lo vio.
Enzo estaba allí, tan cerca que podía sentir el calor de su cuerpo. Sostenía la flor con la mano extendida, sus ojos fijos en ella. Grises, intensos, peligrosos. Aquellos ojos no eran simples. Eran como tormentas en calma, como un remolino de acero, plata y