—Señor, la señorita Verónica Muñoz solicita verlo —informó su secretaria por medio del intercomunicador de su oficina.
—No conozco a nadie con ese nombre. Así que dile que se vaya —fue su respuesta. Fría y cortante.
En realidad sabía perfectamente de quién se trataba, pero ¿qué tenía él que hablar con esa infeliz que había golpeado a su esposa estando embarazada? Ciertamente nada.
Las horas transcurrieron y, sumido en su trabajo, el sol se ocultó y llegó la noche.
Por lo general solía hacer eso, trabajar y trabajar, hasta agotarse por completo. Aquello le ayudaba a no pensar demasiado, a olvidar ciertas cosas que aún no superaba del todo.
De repente, cerró los ojos, cansado, y fue como si por un instante se hubiera transportado al pasado. Recordó un día en particular, cuando llegó a casa más temprano de lo acostumbrado y se encontró con su mujer cantando una canción de cuna para sus hijas.
Ese día las observó por largo rato desde el umbral de la habitación. Valeria siempre le hab