Bratt no se rindió.
Y Valeria debía reconocerlo: le gustaba.
Aquello no quería admitirlo en voz alta, pero hacía años que no se sentía tan inquieta con solo pensar en un hombre.
La tensión entre ellos crecía cada vez más, cuando coincidían en los pasillos, en una reunión, o incluso cuando él pasaba frente a su escritorio y le dedicaba una mirada cargada de algo que no se podía disimular.
No quería complicaciones. No ahora. Su vida estaba perfectamente ocupada por sus hijas, su trabajo y su paz, una paz que le costó bastante alcanzar luego de liberarse de Enzo. Y, sin embargo, Bratt… comenzaba a ponerla en dudas.
Una tarde, él apareció en la sala de descanso con dos cafés en la mano.
—Pensé que te vendría bien —dijo, ofreciéndole uno—. Es de vainilla, ¿cierto?
Ella lo aceptó, sorprendida de que recordara ese detalle.
—Gracias.
Conversaron un poco sobre anécdotas del trabajo y alguna que otra broma ligera. Pero en medio de esa charla, él se inclinó levemente sobre la mesa, acortando