Julieta
Ricardo me había tenido encerrada. Verdugo venía a verme de vez en cuando; me gritaba, me sujetaba y me soltaba. Me hablaba de la vergüenza que era, de la cobardía de Damián e insistía en su lobo que había sido asesinado.
No conocía esta manada, pero honestamente creía que no merecía ser salvada. Cuando salí y vi el caos y los destrozos, entendí que los lobos amaban su tierra y luchaban por ella de una forma que nosotros, los humanos, nunca entenderíamos. Damián había hecho una promesa y quería esta tierra.
Mis esperanzas estaban por el suelo, mi corazón roto. Pero cuando me arastraron y vi a Damián, era como si algo dentro de mí volviera a respirar, a pensar en posibilidades, en formas de salir, de huir. De sobrevivir.
—Damián… —suspiré. Solo repetía su nombre, como si fuera algo poderoso, una simple palabra que era como una poción mágica. No le quitaba la mirada. Él gritaba, discutía, mientras no dejaba de mirarme. Sentí una presencia detrás de mí, una sombra oscura que me fu