Cuando llegué a la oficina, sabía que algo andaba mal. No era por miradas extrañas ni susurros en los pasillos. Aún nadie sabía nada. La situación era confidencial, restringida a los equipos de seguridad y legales. Y, sin embargo, el malestar estaba ahí, anidado en mi pecho como un presagio silencioso. Era esa sensación casi instintiva de que el suelo bajo mis pies estaba por fracturarse, aunque aún no pudiera ver la grieta.
El remolino en mi estómago no había cedido desde que desperté. No pude comer nada. El café me supo a agua quemada. Todo me parecía mecánico, como si me moviera dentro de una versión distorsionada de mi rutina. El cansancio seguía pegado a mi piel como una segunda capa, pesada y constante. Cada paso hacia mi oficina se sentía como una cuenta regresiva. Como si el ascensor no bajara un piso, sino una planta más hacia el abismo.
Caminé directo a mi despacho. No saludé a nadie. No era por frialdad, sino porque cualquier esfuerzo social se sentía superfluo. Cerré la pu