El silencio de la oficina se hizo eterno tras la salida de Ivy. Aún podía oler su perfume flotando en el aire, el eco de sus pasos alejándose, y esa sensación extraña de haber estado demasiado cerca de algo que no sabía si quería o temía. Tenía la camisa desabotonada hasta la mitad, la corbata abandonada en el suelo, y la piel aún tibia por el roce de su cuerpo. No sabía si me había perdido en ella o si, por primera vez, me había encontrado en algo real.
Podría haberla detenido. Podría haber dicho algo. Pero no lo hice. Porque una parte de mí entendía que necesitaba espacio. Y otra, más egoísta, tenía miedo de lo que podría pasar si le pedía que se quedara. Tenía miedo de que me dijera que no. O peor: que se quedara y me cambiara para siempre.
Me quedé sentado en el sofá por horas. Con la camisa arrugada, la piel aún marcada por sus dedos, el sabor de su nombre en mi garganta. La noche había sido un punto de quiebre. Un salto al vacío. Y aunque todo en mí quería repetirlo, también sabí