EMILIA
No podía dormir.
El techo se sentía como una pantalla blanca donde se proyectaban todos mis recuerdos. Mi madre diciendo que “no fue tan simple”. Brandon haciéndome el amor después de cinco años de matrimonio vacío, mientras yo lo echaba de mi vida con las manos temblorosas.
Y ese silencio. Ese maldito silencio que dejaba huecos en el pecho. Me giré en la cama una, dos, cinco veces. Nada.
Me levanté. Caminé en la oscuridad, guiada solo por el pulso que latía como un tambor en mis sienes. Me senté frente al escritorio, encendí la lámpara y abrí el portátil. El cursor titilaba, impaciente, como si también supiera que algo necesitaba salir.
Y lo hice.
Escribí con furia, rabia, con la piel ardiendo y el alma hecha trizas. Escribí sobre una mujer que se convirtió en fantasma en su propio hogar, que aprendió a volverse aire para no estorbar, que se tragó su voz, su dolor, sus deseos hasta volverse transparente.
Pero también escribí sobre cómo esa mujer despertaba. Con cada palabra me