El aire estaba cargado de una tensión palpable mientras Samer caminaba de un lado al otro del salón. Las luces tenues de la habitación proyectaban sombras inquietantes en las paredes, reflejando la agitación interna que él trataba de ocultar. Agatha, sentada en el borde del sofá, lo observaba en silencio, con los brazos cruzados y la mirada fija en sus movimientos.
Cada paso que él daba parecía resonar como un eco en el vacío emocional que se había instalado entre ellos. La distancia no era física; era la acumulación de secretos y verdades a medias que ambos habían cargado durante demasiado tiempo.
—¿Cuánto tiempo más piensas callar? —preguntó finalmente Agatha, rompiendo el incómodo silencio que parecía asfixiarlos.
Samer se detuvo en seco, girándose hacia ella con una expresión mezcla de incredulidad y frustración.
—¿Callar? —repitió, su voz cargada de amargura—. Todo lo que he hecho es hablar, advertir, proteger. Pero parece que nada es suficiente para ti, Agatha.
Ella alzó una cej