El despacho de Luis Morales, enclavado en el corazón de su mansión en Coral Gables, era un altar de poder, impregnado del aroma a cuero curtido y whisky añejo. La luz de un candelabro de cristal tallaba sombras afiladas sobre su rostro, mientras él presidía una mesa rodeada por tres abogados de trajes impecables, sus plumas deslizándose como cuchillas sobre blocs de notas. Frente a él, Ana Vega, envuelta en un vestido carmesí que parecía arder bajo la penumbra, retorcía un anillo en su dedo, sus ojos azules destellando con un torbellino de miedo y sumisión.
—Ana, necesitamos una ofensiva legal implacable contra Diego —dijo Luis, su voz un filo de hielo que cortaba el aire—. Una demanda por la custodia total de Mateo, junto con una pensión alimenticia que lo haga tambalear. Quiero que sienta el precio de su insolencia.
Ana alzó la vista, sus labios temblando antes de hablar.
—¿Y si Diego descubre que Mateo… no es suyo? —susurró, su voz quebrándose como una rama seca.
Luis se inclinó h