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Capítulo 42: Sombras Ardientes

El escritorio de caoba en la oficina de Luis Morales relucía bajo la luz tenue de una lámpara de bronce, impregnado del aroma a tabaco añejo y cera pulida. El teléfono, aún caliente tras la llamada de Ana, yacía como un testigo mudo de su furia contenida. Diego se queda en Miami. Va a establecerse aquí. Las palabras de Ana resonaban en su mente, cada sílaba un clavo que se hundía en su control meticulosamente construido. Sus dedos, elegantes y precisos, se cerraron en un puño, mientras sus ojos, oscuros como un cielo sin estrellas, se clavaban en la silueta de Miami más allá de la ventana, donde las luces parpadeaban como promesas traicionadas.

Con un movimiento brusco, marcó el número de su equipo legal. La línea vibró, y una voz seca respondió al instante.

—Reúnan a todos en mi oficina —ordenó Luis, su voz afilada como una hoja de obsidiana—. Una hora. Sin demoras.

Colgó antes de que la respuesta llegara, su pecho ardiendo con una determinación que no admitía fisuras. Diego Rivera e
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