El crepúsculo envolvía la playa de San Juan en un abrazo de tonos ámbar y zafiro, el océano susurrando promesas efímeras contra la orilla. Valeria Cruz estaba en la terraza del hospital, el viento marino acariciando su piel como un amante que no podía retener. Su cabello ondeaba libre, rozando sus hombros desnudos, mientras su mano temblaba al marcar el número de Diego. El contrato de Luis, escondido en su bolso como un veneno silente, era una sombra que la perseguía. Pero esta noche, solo esta noche, quería ser de Diego. Quería sentir antes de rendirse.
—Diego —su voz salió frágil, un hilo de deseo y desesperación—. Ven a mí esta noche. Ámame como si no hubiera mañana.
Al otro lado, Diego Rivera sintió su pecho contraerse. La súplica de Valeria era un faro en su oscuridad, una llamada que no podía ignorar.
—Estaré allí —respondió, su tono grave cargado de una certeza que aceleró el pulso de Valeria—. Espérame.
Diego colgó y enfrentó a Ana en su apartamento, el espacio donde los ecos