La penumbra del hospital se aferraba a los pasillos como una bruma densa, cargada de ecos y promesas rotas. Valeria Cruz avanzaba con pasos rápidos, el bolso apretado contra su pecho como si pudiera contener el latido desbocado de su corazón. El contrato de Luis, escondido entre notas clínicas, era un peso invisible que la anclaba a una encrucijada sin salida. Cada palabra de aquel documento resonaba en su mente como un martillo: matrimonio, descendencia, fidelidad. No era una oferta. Era una jaula.
El amanecer apenas rozaba las ventanas del ala de cardiología cuando alcanzó la sala de descanso. Necesitaba un instante, solo uno, para recomponerse antes de enfrentar el día. Pero el destino, como siempre, tenía otros planes.
La puerta se abrió con un chasquido suave, y Diego Rivera llenó el umbral. Su silueta alta y atlética, envuelta en una bata blanca que apenas disimulaba la tensión de sus hombros, desprendía una energía que hizo que el aire se volviera más denso. Sus ojos, de un ave