La madrugada se colaba entre los cristales del hospital como un susurro helado. El sobre reposaba sobre las rodillas de Valeria, sellado con una precisión casi cruel. Ella lo miraba con la misma mezcla de temor y determinación con la que se observa a un enemigo silencioso. Sus dedos lo rozaban como si ardiera. No era solo un pliego de papeles. Era una trampa escrita con tinta negra y voluntad calculada.
Estaba sola en el cuarto de descanso. La bata desabrochada, el cabello alborotado por las horas sin tregua, y los ojos enrojecidos por el peso de demasiadas verdades. Afuera, la ciudad palpitaba con indiferencia. Dentro de ella, todo era caos. Diego no estaba. Diego no sabía. Y ella aún no podía confiarle aquello. Aún no.
Rasgó el sobre con un tirón seco. Dentro, tres documentos. Uno tras otro, como puñales colocados meticulosamente.
El primero: análisis clínicos. El nombre de Pablo aparecía una y otra vez. En ellos se dibujaba un deterioro hepático sutil, pero constante. Luis lo había