No soy la señora de nadie, ¡maldita sea!

Derek sonrió con ironía, como si la pregunta fuera una broma de mal gusto.

Mario afinó sus sentidos.

Su mirada se tornó afilada, como un cuchillo invisible que empezó a escudriñar en la mente de Ana.

Derek lo notó enseguida. Conocía esa expresión. Su padre era el tipo de compañero controlador que necesitaba saberlo todo, desde qué soñaban hasta qué respiraban.

—¿Por qué hueles distinto? —preguntó Mario a Ana con sospecha—. Ya no percibo en ti esa inquietud… esa desesperación que tenías apenas esta mañana. ¿Qué estás ocultando?

Se giró entonces hacia Derek, como si un foco se encendiera en su cabeza.

—¿La encontraste…? ¿Encontraste a tu luna?

Derek soltó una carcajada forzada, teatral.

—Padre, tienes un don maravilloso para recordarme mi tragedia personal —dijo con sarcasmo—. ¿De verdad crees que si la hubiera encontrado estaría así?

Alzó el dedo, señalando su mechón blanco y dejando visible el pañuelo ensangrentado.

—Cada vez estoy más patéticamente débil. Ya ni siquiera necesito usar
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