Derek se quedó congelado. Yeho, dentro de él, gimió con el corazón hecho trizas.
Su luna acababa de rechazarlo… así, sin anestesia.
Derek desvió la mirada, cerró los ojos y movió la cabeza de lado a lado. Respiró hondo y activó su poder, regulando su temperatura para no delatarse.
Tenía que controlarse. Lo último que necesitaba era que ella lo alejara.
—No soy un hombre bestia —masculló entre dientes, casi indignado.
Intentó inclinarse para besarla. Pensaba que si ella sentía la conexión entre ellos, si tocaba ese lazo que los unía, dejaría de temerle. Pero Scarlet giró el rostro con un bufido y, en su lugar, fijó la vista en sus propias manos.
—¿Qué... qué es eso? —preguntó de pronto, señalando algo.
Derek siguió su mirada y vio una línea roja incandescente, vibrante y delgada como un hilo de fuego, que se entrelazaba entre sus manos.
No los ataba, pero flotaba entre ellos.
Derek frunció el ceño.
«¿Cómo era posible? Es el vínculo incompleto. Los humanos no pueden ver esa conexión. Es invisible para sus ojos», pensó, encontrando absurdo que ella pudiera verlo.
—Yo no veo nada —mintió de inmediato.
Pero Scarlet no pareció convencida. Observó la línea un segundo más… y entonces, como si le hubieran cortado el suministro de batería, cerró los ojos y se quedó profundamente dormida, con la boca entreabierta y una gota de baba amenazando con escapar.
Derek la miró. La miró largo. Tragó saliva. Y luego suspiró.
—¿En serio, luna? ¿Justo ahora?
Yeho gimió.
#Nos rechazó… y luego se durmió… babeando.#
—Calla, lobo —gruñó Derek en voz baja, acomodándola mejor entre las sábanas.
Se quedó un momento observándola. Y aunque había sido rechazado, aunque ella lo había llamado "hombre bestia" y luego lo había dejado con la palabra en la boca… Derek no podía dejar de sonreír.
Mientras despertaba, Scarlet se desperezó con lentitud, estirando el cuerpo como una gata perezosa entre sus sábanas suaves. Su mano derecha se aferraba a algo cálido… firme… demasiado firme.
—Ay… qué dolor de cabeza… —murmuró con el ceño fruncido y la voz ronca del desastre que fue la noche anterior—. Leo… dame agua, quiero agua…
La voz salió arrastrada, casi infantil, y aunque no lo supiera, aquel "Leo" le cayó a Derek como un balde de agua helada en plena cara.
Aun así, con fastidio y resignación, se levantó a darle el agua sin decir una palabra.
«¡Menciona a ese tal ‘Leo’ hasta en sueños! Maldita sea…»
Pero justo cuando Scarlet tomó el vaso y bebió un sorbo, el recuerdo de que vivía sola la atravesó como un rayo.
Abrió los ojos de par en par y soltó un grito desgarrador.
Bajó la mirada… y lo vio medio desnudo, en su cama. Y aún su mano seguía sobre su pecho desnudo.
—¡¡¡AAAAAHHHH!!! —chilló con horror y, sin pensarlo dos veces, le dio tal patada que lo lanzó directo al suelo.
—¡Scarlet, qué te ocurre! —se quejó Derek desde el suelo, frotándose el hombro mientras ella se levantaba como un torbellino de pánico.
Scarlet tomó la lámpara más decorativa y absurda de su mesita de noche —una especie de torre Eiffel pintada de rosa con lucecitas— y la blandió como si fuera una espada.
—¡¿Quién demonios eres tú?! —le gritó, con la lámpara lista para estrellarla contra su cabeza si se acercaba un centímetro más.
Derek alzó ambas manos, divertido, sin dejar de sonreír.
—Tranquila, Juana de Arco, soy tu amante. Anoche me lo pediste tú misma. ¿O ya se te olvidó?
Scarlet puso los ojos en blanco, con expresión de "no me hagas reír, idiota".
—¿Mi amante? ¡Por favor! Recuerdo que nos chocamos, compartimos un taxi, fuimos a un bar, pero jamás diría semejante estupidez como… ¿tener un amante?
Sonrió nerviosa, segura de su inocencia. Pero entonces, los recuerdos le llegaron como un tsunami.
Su rostro se tornó rojo como tomate maduro, se mordió el labio inferior con fuerza y maldijo internamente, evitando su mirada.
Cuando agarró valor para mirarlo de reojo, notó que Derek tenía una ceja arqueada y esa sonrisa de galán que le daba ganas de lanzarle la lámpara de verdad.
—No me parece nada gracioso… —susurró, bajando la vista, al darse cuenta de que él seguía sin camisa.
Y que su abdomen era, básicamente, una obra de arte. Un insulto a la lógica. A la moral. Y a su concentración.
—Scarlet… —pronunció Derek, saboreando su nombre como si fuera un caramelo—. No estabas tan ebria. Y a mí me cayó de maravilla que me pidieras ser tu amante. Después de todo, no tengo trabajo ni dónde dormir, y tú me prometiste que te harías cargo de mí. ¿Te imaginas? El universo me bendijo anoche.
—¿Tú te escuchas? —resopló ella, queriendo mantener la dignidad mientras sus ojos no podían evitar recorrerle los hombros.
Ese hombre parecía sacado de una revista de perfumes caros.
Él pestañeó. Tenía unas pestañas absurdamente largas para un tipo, y una nariz recta, como esculpida.
¡Era demasiado! ¿Cómo se suponía que era de clase baja alguien con esa piel perfecta? Le daban ganas de preguntarle qué crema usaba.
—Esto es una locura —murmuró, yendo directo a su bolso. Sacó un fajo de billetes arrugados—. Aquí tienes quinientos dólares. Es mi forma de disculparme. Vete. Anoche dejé que el alcohol y el dolor hablaran por mí.
Extendió el dinero, pero Derek la rodeó por la cintura y la atrajo hacia él.
Scarlet lo miró, espantada… y para su desgracia, también vulnerable.
—S-suél… suéltame —tartamudeó, golpeando su pecho con los puños, inútilmente.
—Scarlet… de verdad, no puedes echarme así. No después de todo lo que vivimos anoche. Bueno, lo que tú viviste y yo… escuché con mucha atención.
—Si no te vas… —gruñó— llamaré a la policía.