El estudio de Alexander seguía impregnado del eco de su confesión, como un perfume demasiado intenso que se negaba a disiparse. Los bocetos seguían sobre el escritorio, testigos mudos de una vulnerabilidad que ahora parecía grotesca en la fría luz de la mañana.
Olivia se mantuvo inmóvil frente a Alexander, el "gracias" aún colgando de sus labios mientras una alarma visceral resonaba en cada fibra de su ser. Lo que acababa de ocurrir no era una simple estrategia. Lo había visto en sus ojos, lo había sentido en el temblor apenas perceptible de sus manos al pasar los dedos por el papel amarillento. Esa había sido la verdad. La verdad desnuda, cruda y peligrosísima de Alexander Vance.
Y el peligro más grande no era para él, sino para ella.
Porque en el momento en que sus dedos habían acariciado el boceto de la casa junto al lago, no había pensado en tácticas ni en lealtades. Había pensado en cómo sería vivir allí, en cómo la luz entraría por esos ventanales, en cómo sería compartir ese es