El regreso de Olivia al interior de la mansión fue como cruzar un umbral entre dos realidades distintas. Mientras el jardín conservaba impregnado en la brisa nocturna el eco de las desgarradoras confesiones de Eleanor, la biblioteca seguía sumergida en su burbuja de hipocresía perfectamente orquestada. El humo de los puros formaba espirales grises que se enredaban en la luz dorada de los candelabros, y las risas tintineaban con una falsedad que a Olivia le resultaba tan transparente como el cristal de su copa vacía. Cada rostro que veía le parecía una máscara tallada en la misma madera de roble oscuro que cubría las paredes: dura, impenetrable y cargada de años de secretos.
Alexander se separó inmediatamente del grupo de inversores con el que conversaba al verla cruzar la puerta francesa. Su llegada no había pasado desapercibida; varias miradas se volvieron hacia ella, cargadas de una curiosidad que rayaba en el morbo. Él se movió con rapidez, su presencia imponente creando una barrer