El comedor era una cámara de torturas revestida de seda y caoba. Una mesa que podía albergar a treinta personas se extendía bajo la luz tenue de otra araña descomunal, cuyos cristales arrojaban destellos como lágrimas congeladas sobre la vajilla de porcelana fina y los cubiertos de plata maciza. Olivia se encontró sentada entre un primo lejano de Charles que olía a naftalina y Alexander, quien, a su vez, tenía a Eleanor a su derecha. Charles presidía la mesa desde el extremo opuesto, un rey en su trono, con Sebastian a su derecha inmediata, como un príncipe heredero malicioso.
La sopa fue servida, un consomé transparente que olía a consomé de ternera e hipocresía. Las conversaciones eran un murmullo educado, un intercambio de banalidades sobre el mercado, el clima, los últimos viajes a Europa. Pero por debajo de la superficie, las corrientes de tensión eran tan palpables que Olivia casi podía verlas retorciéndose entre los candelabros.
Fue después del primer plato, un filete de lubina