El silencio en la sala de juntas era absoluto, tan denso que podía sentirse, un manto pesado que ahogaba hasta el más mínimo sonido. El tictac del reloj de pared, una pieza antigua de ébano y oro, marcaba el paso de los segundos con una precisión que resultaba obscena. Cada tic-tac era un martillazo en los nervios de Olivia, un recordatorio de las dos horas de incertidumbre que se extendían ante ellos.
Alexander fue el primero en moverse. Su silla raspó levemente el suelo al empujarla hacia atrás.
—No nos quedemos aquí —dijo, su voz áspera por la tensión contenida—. Mi oficina.
Olivia lo siguió, sus pasos inseguros sobre la gruesa alfombra. Sentía las miradas de los asistentes que comenzaban a limpiar la sala, cargadas de una curiosidad apenas disimulada. La acusación de Charles, aunque desarmada por Alexander y la viuda Pembrooke, había logrado su objetivo más insidioso: plantar una semilla de duda en el terreno fértil de su propia inseguridad. ¿Hasta qué punto era realmente su mérit