Durante las horas siguientes, Sobek guio la barcaza con una maestría asombrosa. Se movía por el pantano como un fantasma, sus ojos de halcón detectaban las corrientes más sutiles, las formaciones de lodo más traicioneras. Menna, agotado, lo siguió, remando en silencio, con la mente fija en el oasis.
El canal era una tortura de barro y vegetación. Las ramas espinosas arañaban sus rostros, los insectos zumbaban a su alrededor. El hedor a pantano era abrumador. Pero Sobek no se detuvo.
Cuando el sol ya se había ocultado por completo y la luna se alzaba en el cielo, una luz tenue apareció en la distancia. Una luz que no era de estrellas, ni de hogueras. Era una luz cálida, acogedora.
—El oasis —murmuró Sobek.
La barcaza se deslizó por el canal, y de repente, la vegetación se abrió, revelando una escena que parecía sacada de un sueño. Un lago interior, de aguas cristalinas, brillaba bajo la luz de la luna. Palmeras datileras se alzaban majestuosas en la orilla, sus hojas se mecían suavemen