Neferet se quedó de pie, inmóvil, observando la oscuridad que se colaba por las ventanas.
—No pueden hacerme esto —susurró Neferet.
Horemheb, aunque solidario, mantuvo su habitual pragmatismo.
—Ramose actuará por la ley divina, Neferet. No por crueldad, sino por lo que él cree que es la pureza del templo. El visir ha sido muy astuto al usar su devoción en nuestra contra.
Un suave golpe en la puerta interrumpió la conversación. Era Isis, una joven acólita del templo, de rostro dulce y ojos curiosos, que a menudo ayudaba a Neferet con los pergaminos más mundanos. Su presencia en ese momento era inesperada.
—Disculpe, escriba Neferet —dijo Isis—. Traigo el té de la tarde.
Neferet miró a la joven, Isis era ingenua, sí, pero su lealtad al templo y a las escribas era genuina.
—Gracias, Isis —dijo Neferet, tomando la taza de té con manos temblorosas—. Eres muy considerada.
Isis se quedó un momento, sus ojos inquietos, como si quisiera decir algo más.
—Escriba Neferet... He escuchado algunos