El Faraón, majestuoso en su trono, parecía una estatua viviente. A su derecha, el Sumo Sacerdote Imhotep, vestido con sus túnicas sacerdotales, exudaba una autoridad fría. A la izquierda, el visir, con una sonrisa apenas perceptible, observaba a Menna con una mirada triunfante.
Menna, aunque adolorido y con el cansancio marcando su rostro, se mantuvo erguido. A su lado, el Capitán Hesy, sostenía la caja de madera que contenía los pergaminos de Khafre. Bek, con el rostro sombrío, esperaba con el resto de la Guardia Real.
—¡Que comience la audiencia! —proclamó un heraldo, su voz resonando en la vasta sala.
El Sumo Sacerdote Imhotep dio un paso adelante.
—Divino Faraón, protector de las Dos Tierras, guardián de Ma'at, me presento ante ti con una pesada carga en el corazón. Ha llegado a mis oídos una acusación grave. Una profanación.
Se giró para mirar a Menna, sus ojos sin emoción.
—El arquitecto Menna, en su desesperación, ha cometido un acto de sacrilegio. Ha intentado alterar los regi