Un escalofrío recorrió a Menna. La Prueba del Ojo de Horus era un antiguo y temido ritual. El acusado era encerrado en la oscuridad de una tumba, sin comida ni agua, para invocar la verdad de los dioses. Se decía que solo aquellos con un corazón puro y sin mentiras en su alma sobrevivirían. Era una muerte lenta y agonizante para muchos.
—Si los dioses te consideran digno —continuó el visir—, saldrás de la tumba con la verdad revelada. Si no... bueno, los dioses habrán hablado. La prueba comenzará al amanecer.
La multitud murmuró, sus rostros reflejando miedo y compasión por Menna. Él se mantuvo firme, su mirada desafiante clavada en el visir. El tiempo para encontrar las pruebas se había agotado.
Esa noche, bajo la oscuridad, Bek se escabulló para encontrarse con Menna en su pequeño refugio en las afueras del campamento. El capataz traía consigo un pequeño saco de cuero, con unas pocas provisiones y una lámpara de aceite.
—Menna —dijo Bek—. ¿Hay algo que