Una mañana, poco después de que el sol se alzara sobre el horizonte, un heraldo anunció la llegada de un personaje de alta alcurnia. Ramose, el Sumo Sacerdote de Amón, un hombre de inmensa autoridad y piedad, entraba en la sala de las ofrendas. Su figura, alta y vestida con túnicas de lino blanco inmaculado, imponía un respeto reverencial. Lo acompañaba un séquito de sacerdotes menores y acólitos.
Neferet, que en ese momento supervisaba el registro de los diezmos, sintió una repentina punzada de aprensión. Ramose era conocido por su devoción inquebrantable a los dioses y su estricto apego a las leyes divinas. También era un hombre de gran influencia en la corte, y su juicio era temido.
El Sumo Sacerdote se detuvo ante la mesa de Neferet, sus ojos penetrantes fijos en ella. Neferet hizo una profunda reverencia, su corazón latiendo con fuerza.
—Escriba Neferet —dijo Ramose, su voz grave y resonante, como el eco de un gong—. El visir me ha hablado de tu talento y de tu dedicación. Es un honor tenerte en nuestro sagrado templo.
—Mi señor Sumo Sacerdote —respondió Neferet, intentando mantener la compostura—. El honor es mío. Me esfuerzo por servir a Amón-Ra con todo mi ser.
Ramose asintió lentamente, pero su mirada no abandonó a Neferet. Había algo en sus ojos, una intensidad que Neferet no supo descifrar.
—Dicen que vienes de Giza —continuó Ramose—. De la obra de la pirámide. Un proyecto de inmensa ambición.
—Así es, mi señor —dijo Neferet—. He tenido el privilegio de registrar su progreso.
—Y también dicen —dijo Ramose, su voz bajando un tono, casi un murmullo, pero con una autoridad inconfundible— que tu partida de Giza no fue del todo voluntaria. Que la cercanía con el arquitecto Menna generó... desasosiego en la corte.
Neferet sintió un escalofrío. El visir no solo la había exiliado, sino que también había ensuciado su reputación, tejiendo una red de rumores para justificar su decisión. La verdad sobre su amor se había convertido en un arma.
—Mi señor Sumo Sacerdote —dijo Neferet, con la voz firme a pesar del nudo en su estómago—. Mi partida fue una orden directa del visir, y como escriba del Faraón, mi deber es obedecer. Mi único propósito es servir donde se me requiera.
Ramose la observó por un largo momento, sus ojos escrutando su alma.
—La obediencia es una virtud, escriba Neferet. Pero también lo es la verdad. Y a veces, la verdad es un camino solitario, que lleva a lugares oscuros.
Neferet no supo qué responder. Las palabras de Ramose eran enigmáticas, pero sentía que había una advertencia subyacente. ¿Sabía él más de lo que dejaba entrever? ¿Estaba poniendo a prueba su lealtad, o había algún conocimiento oculto en sus palabras?
Horemheb se acercó entonces, interrumpiendo el tenso silencio.
—Mi señor Sumo Sacerdote —dijo Horemheb, con su habitual tono respetuoso, pero con una sutil inflexión de desaprobación—. La escriba Neferet es una adición valiosa a nuestro templo. Su eficiencia y su devoción están más allá de toda duda.
Ramose desvió su mirada hacia Horemheb, y Neferet sintió la tensión entre los dos hombres. Había una vieja rivalidad, un sutil tira y afloja por la influencia en el templo y en la corte.
—Por supuesto, Horemheb —dijo Ramose, con una sonrisa que no llegó a sus ojos—. Jamás dudaría de tu juicio. Pero la corte es un nido de serpientes, y a veces, la pureza del templo debe protegerse de sus venenos.
La velada amenaza de Ramose resonó en el aire. Era evidente que no confiaba plenamente en Neferet, y quizás, tampoco en Horemheb. Su presencia en Karnak se volvía aún más compleja. La situación no solo era el visir y sus crímenes, sino también las intrigas internas del templo y la compleja relación entre sus más altos dignatarios.
Los días siguientes, Neferet sintió la mirada de Ramose sobre ella, incluso cuando el Sumo Sacerdote no estaba presente. Su presencia se cernía sobre el templo, un peso invisible pero constante. Neferet se preguntaba qué significaban sus palabras, si eran una advertencia, una prueba, o algo más.
Una tarde, mientras Neferet revisaba los mapas de los futuros edificios del templo, Horemheb se le acercó de nuevo.
—El Sumo Sacerdote Ramose —dijo Horemheb, su voz baja—. Es un hombre piadoso, pero también un hombre de gran ambición. Su lealtad es, ante todo, a Amón-Ra, y a su propio poder dentro del sacerdocio.
Neferet asintió, pensando en la extraña conversación con Ramose.
—Sentí... que desconfía de mí.
—Y de mí también —dijo Horemheb, una rara expresión de resignación en su rostro—. Ramose ve cualquier cambio, cualquier rumor, como una amenaza a la estabilidad del templo. Él es el guardián de la tradición. Y el visir... el visir es un maestro en manipular las apariencias.
—¿Cree que el visir ha estado alimentando las sospechas de Ramose sobre mí? —preguntó Neferet.
—Es muy probable —respondió Horemheb—. El visir quiere aislarte, desacreditarte. Que nadie confíe en ti. Siembra la discordia y la desconfianza como un jardinero siembra semillas.
Un escalofrío recorrió a Neferet. La trama del visir era más profunda de lo que había imaginado. No solo los había separado, sino que también estaba trabajando para destruir su reputación y su credibilidad.
—Esto complica las cosas —dijo Neferet—. Si Ramose desconfía de mí, será más difícil obtener información o moverme libremente.
Horemheb la miró con una expresión seria.
—Así es. Pero también es una oportunidad. Ramose valora la pureza del templo por encima de todo. Si pudiéramos vincular directamente las acciones corruptas del visir con una profanación del templo, con una afrenta a los dioses...
Su voz se desvaneció, pero la implicación era clara. Si podían demostrar que la malversación del visir no solo era un crimen contra el Faraón, sino también contra los dioses, entonces el poderoso Sumo Sacerdote podría convertirse en un aliado, o al menos, en alguien que no se opondría a la caída del visir.
La tarea de Neferet se volvía cada vez más compleja: no solo tenía que idear un plan para ayudar a Menna, sino también navegar las intrigas dentro de Karnak, lidiando con la desconfianza del Sumo Sacerdote Ramose, mientras el reloj del destino seguía corriendo para Menna en Giza.
La conversación con Horemheb había dejado a Neferet con una mezcla de ansiedad y un renovado propósito. La desconfianza de Ramose era un obstáculo, sí, pero también una oportunidad. Si podían demostrar que el visir no solo robaba al Faraón, sino que profanaba lo sagrado, entonces el Sumo Sacerdote Ramose, con su férrea devoción, podría convertirse en un poderoso, aunque renuente, aliado.
Neferet pasó los días siguientes inmersa en la biblioteca del templo, un vasto laberinto de pergaminos y tabletas de arcilla, buscando algo, cualquier cosa, que pudiera arrojar luz sobre las actividades del visir. La tarea era desalentadora. Los registros de Karnak eran inmensos, abarcando siglos de ofrendas, construcciones y edictos reales. La mayoría de los documentos eran de naturaleza puramente religiosa, pero Neferet sabía que la administración de un templo tan grande a menudo se entrelazaba con los asuntos de estado.
Una tarde, mientras revisaba antiguos tratados sobre la importación de materiales sagrados, se encontró con un tomo polvoriento, encuadernado en cuero raído. Su título, escrito en jeroglíficos desgastados, decía: Registro de Donaciones Extraordinarias y Permutas Reales. Era un tipo de documento inusual, que detallaba transacciones especiales entre el Faraón y templos o funcionarios de alto rango.
Neferet comenzó a hojearlo con meticulosidad, sus dedos siguiendo las líneas de tinta. La mayoría de las entradas eran rutinarias, pero una en particular llamó su atención. Un registro de una gran donación de cobre por parte del Faraón, destinado a la construcción de un nuevo santuario en Giza. La fecha de la donación coincidía con un período en el que Neferet recordaba que el visir había asumido un control más directo sobre los suministros de metales preciosos para la pirámide.
—¡Horemheb! —exclamó Neferet, su voz apenas un susurro de emoción.
El escriba principal apareció de entre las estanterías adyacentes, como si hubiera estado esperando su llamada.
—¿Has encontrado algo, Neferet?
—Mire esto, mi señor —dijo Neferet, señalando la entrada—. Una donación de cobre. Una cantidad inmensa. Destinada a Giza. Pero en mis registros de la pirámide, el uso de cobre para ese período es significativamente menor. Una gran parte de este metal simplemente... no aparece.