El viaje a Karnak fue una travesía lenta y melancólica. El Nilo, que solía ser para Neferet un símbolo de vida y unión, ahora parecía una corriente interminable que la alejaba de todo lo que amaba. Un día de sol abrasador se sucedió, las orillas desfilando con sus aldeas polvorientas y sus palmerales ondeantes. Neferet pasaba las horas en la cubierta, con un pergamino en blanco sobre sus rodillas, pero su mente estaba en Giza, con la imagen de Menna, con el eco de sus últimas palabras.
Cuando la barcaza atracó en el bullicioso puerto de Karnak, el calor era asfixiante y el aire vibraba con el clamor de una ciudad inmensa. A diferencia de Giza, donde la austeridad de las pirámides dominaba el paisaje, Karnak era un laberinto de templos colosales, obeliscos imponentes y estatuas gigantescas, todo bañado en un aura de antigüedad y misterio. El templo de Amón-Ra, la morada del dios supremo, se alzaba majestuoso en el horizonte, sus pilonos macizos perforando el cielo azul.
Un grupo de sacerdotes y escribas la esperaba en el muelle. Entre ellos, un hombre delgado y de rostro severo, con una túnica impecablemente blanca, se adelantó.
—Eres Neferet, la escriba de la corte enviada por el visir —su voz era aguda y autoritaria—. Soy Horemheb, el escriba principal de este templo.
Neferet hizo una reverencia, sintiendo el peso de su mirada evaluadora.
—Así es, mi señor Horemheb. He venido a servir al Faraón y a los dioses.
Horemheb la escudriñó de arriba abajo, sus ojos oscuros sin mostrar emoción alguna.
—Tu reputación te precede, escriba. Pero aquí en Karnak, la precisión no es solo una virtud, es una devoción. Los dioses exigen la perfección en cada jeroglífico, en cada cuenta. El templo de Amón-Ra no es una pirámide, es un santuario para la eternidad.
La indirecta era clara. Horemheb consideraba el trabajo del templo superior a la supervisión de la construcción de una tumba, por monumental que fuera. Neferet sintió una punzada de resentimiento, pero mantuvo su compostura.
—Lo entiendo, mi señor. Mi lealtad al Faraón y a los dioses es absoluta.
—Bien —dijo Horemheb, con un gesto de la mano—. Tus aposentos han sido preparados. Te espera una agenda rigurosa. Mañana al amanecer, comenzarás tu trabajo. Tenemos mucho que hacer.
Mientras la conducían a sus aposentos, Neferet sintió la inmensidad de Karnak, una prisión dorada donde cada rincón parecía susurrar la palabra "deber". Su habitación era pequeña y austera, pero con una vista impresionante al gran lago sagrado del templo. Por la noche, bajo el cielo estrellado de Karnak, Neferet se asomó a la ventana. La luna, en su fase creciente, proyectaba una luz plateada sobre el agua oscura. Le recordó a las noches en Giza, bajo la sombra de la pirámide, con Menna a su lado. Un dolor agudo le oprimió el pecho.
—Oh, Menna —susurró al viento, las lágrimas brotando sin control—. ¿Cómo estás? ¿Me recuerdas?
Los días en Karnak se convirtieron en una rutina agotadora. Neferet trabajaba incansablemente, transcribiendo plegarias, registrando ofrendas, catalogando tesoros y supervisando los innumerables envíos de materiales. Horemheb la observaba con ojos críticos, exigiendo una perfección casi inhumana.
Una tarde, mientras repasaba una serie de inscripciones para un nuevo obelisco, Horemheb se acercó a su mesa.
—Neferet —dijo, su voz más suave de lo habitual, aunque sin perder su tono autoritario—. Tu trabajo es... satisfactorio. Rara vez he visto tal habilidad con el cincel y el papiro.
Neferet levantó la vista, sorprendida por el tenue elogio.
—Gracias, mi señor Horemheb. Me esfuerzo por honrar la voluntad de los dioses.
—Tu devoción es admirable —continuó él, y Neferet sintió un escalofrío. Horemheb no alababa sin un propósito—. Pero he notado... una cierta melancolía en tu mirada. ¿Acaso los deberes de Karnak son demasiado pesados para ti?
Neferet apretó los labios. Sabía que Horemheb no era ajeno a los rumores de la corte, y probablemente conocía el verdadero motivo de su traslado.
—Karnak es un lugar de gran poder, mi señor —respondió con cautela—. La solemnidad de los ritos, la magnificencia de los dioses... a veces puede abrumar.
Horemheb sonrió apenas, una expresión que no le llegaba a los ojos.
—Claro. La devoción, a veces, puede ser un camino solitario. Pero te aseguro, Neferet, que en este templo encontrarás la verdadera grandeza. Y, con el tiempo, quizás un propósito más elevado que las simples cuentas y las piedras.
El tono de Horemheb era enigmático, casi una promesa. ¿A qué se refería con un "propósito más elevado"? Neferet sentía que el templo guardaba secretos, y que Horemheb era una de sus claves.
Mientras el sol se ponía, tiñendo de oro y sombra las vastas columnas del templo, Neferet sintió el peso de Karnak sobre ella. Era un lugar de poder inmenso, de intrigas silenciosas y de devoción inquebrantable. Y ella, una simple escriba con el corazón roto, era ahora parte de él.
Los días se arrastraban en Karnak, cada uno una réplica del anterior, marcada por el sol implacable y el incesante trabajo en los pergaminos y las tabletas de arcilla. Neferet se había sumergido en sus deberes con una dedicación casi febril, una forma de escapar del vacío que Menna había dejado en su corazón. Horemheb seguía siendo un supervisor exigente, pero sus miradas escrutadoras se habían vuelto menos frecuentes, quizás satisfecho con la implacable eficiencia de su nueva escriba.
Una tarde sofocante, mientras Neferet clasificaba los registros de los suministros de oro para las estatuas de los dioses, escuchó un murmullo inusual en los patios exteriores del templo. Voces más altas de lo normal, una conmoción que no era habitual en la solemne atmósfera de Karnak. La curiosidad, una emoción que casi había olvidado, la impulsó a dejar su mesa y asomarse por el arco de la puerta.
Un pequeño grupo de hombres, cubiertos de polvo del desierto y con ropas sencillas de viajeros, estaba siendo escoltado por los guardias del templo hacia la entrada principal. Uno de ellos, el más alto y de hombros anchos, se movía con una familiaridad que heló la sangre de Neferet. A medida que se acercaban, la luz del sol de la tarde cayó sobre su rostro, revelando un perfil que Neferet conocía tan bien como el suyo propio.
Era Bek, el capataz de la cantera de Tura, un hombre de confianza de Menna, conocido por su lealtad y su fuerza. El corazón de Neferet se disparó como un pájaro asustado. ¿Qué hacía Bek en Karnak? ¿Había ocurrido algo en Giza? ¿Estaba Menna bien?
Los guardias detuvieron al grupo en el patio central. Horemheb apareció, su rostro inexpresivo, para interrogar a los recién llegados. Neferet se mantuvo oculta tras un pilar, observando con el aliento contenido.
—¿Quiénes sois y cuál es vuestro propósito en el sagrado templo de Amón-Ra? —preguntó Horemheb, su voz resonando con autoridad.
Bek se adelantó, haciendo una reverencia. Su rostro, curtido por el sol, mostraba signos de cansancio y preocupación.
—Mi señor escriba principal, soy Bek, capataz de las canteras de Tura. Hemos sido enviados desde Giza con un mensaje urgente para el arquitecto Menna.
Una punzada de alivio y temor recorrió a Neferet. Menna estaba vivo, pero ¿qué mensaje lo traía tan lejos?
Horemheb frunció el ceño.
—El arquitecto Menna no se encuentra en Karnak. Su lugar está en Giza, supervisando la obra del Faraón.
—Lo sabemos, mi señor —dijo Bek, su voz áspera por el viaje—. Pero la situación en Giza... es grave. Hemos estado buscando al arquitecto Menna por todas partes. Los rumores decían que había sido visto en el camino a Karnak. Debemos encontrarlo.
El rostro de Horemheb se contrajo.
—¿Grave? ¿Qué ha sucedido en Giza? Habla con claridad.
Bek dudó por un momento, sus ojos buscando entre la multitud, como si esperara ver a Menna aparecer en cualquier instante.
—El visir... El visir ha acelerado el ritmo de la construcción de la pirámide. Ha ordenado a los capataces forzar a los trabajadores más allá de sus límites. Hay... ha habido accidentes. Muchos. Y los suministros de piedra... están siendo malversados. Grandes cantidades.
Neferet sintió que el suelo se movía bajo sus pies. ¿Malversación? ¿Accidentes? Esto era mucho más que la ambición habitual del visir. Esto era corrupción y crueldad.
—¿Malversación? —Horemheb repitió la palabra, su voz cargada de incredulidad y furia—. ¿Estás acusando al visir de robar al Faraón?
—No acuso, mi señor —respondió Bek, su voz más baja ahora, casi un susurro—. Solo informo de lo que mis ojos han visto y mis oídos han escuchado. Los maestros canteros están preocupados. Los arquitectos menores... todos están preocupados. El arquitecto Menna es el único que puede hacer algo. Es el único en quien confiamos.
Horemheb se quedó en silencio por un momento, su mirada fija en el horizonte, en dirección a Giza. Neferet, escondida, sentía un torbellino de emociones: alivio por Menna, furia por el visir, y una desesperación creciente por la situación en Giza.